Ni tan mal la ley Celaá, ni tan bien la Ley Celaá. Esa es la tristeza de una educación española convertida siempre en campo de confrontación donde se ventilan diferencias ideológicas, guerras de religión, conflictos políticos, luchas de clases, de ricos contra pobres, siempre de ricos contra pobres.
De la Educación se predica con la boca chica que es la solución de todos nuestros problemas, aunque en realidad nadie se lo toma en serio, ni dedica los recursos y los medios necesarios para que la educación pueda desempeñar un papel de palanca del cambio y las transformaciones que hagan posible la igualdad de oportunidades.
La Ley de Educación a la que han llamado LOMLOE lleva en su nombre toda una declaración de intenciones, una ley orgánica que viene a modificar otra ley orgánica anterior, planteada, defendida y aprobada con los únicos y exclusivos votos del PP.
La ya extinta LOMCE, conocida popularmente como Ley Wert fue una ley rodillo de la mayoría absoluta que nació muerta. El ministro incapaz de sumar un solo voto que no fuera de su partido fue cesado al poco y enviado a mejor destino fuera de España, en dulce exilio, menos de dos años después de la aprobación de su ley.
Tan sólo ese bucle electoral en el que nos instalamos a partir de la exitosa moción de censura contra Mariano Rajoy, ha permitido que la Ley Educativa anterior haya terminado durando siete años. Ya podemos intuir que esta octava ley educativa tampoco será la última si tomamos en cuenta que la ajustada mayoría absoluta necesaria para su aprobación se ha conseguido a base de sumar los votos de la izquierda, los nacionalistas y algunos pequeños partidos.
No parece, por tanto, que la LOMLOE pueda resistir un cambio de gobierno, al contrario de lo ocurrido con la primera Ley de Educación española, la famosa Ley Moyano, que terminó durando más de cien años, atravesando turnos de conservadores y liberales, dos repúblicas, dictaduras, dictablandas y cuarenta años de fascismo versión española.
La nueva ley de Educación aporta cambios importantes destinados a combatir la segregación clasista que hace que la educación concertada escabulla el compromiso de formar parte real de la red pública y escolarizar de forma efectiva a alumnos con dificultades, a base de utilizar triquiñuelas que permiten seleccionar al alumnado.
Cambios destinados a evitar abusos como la cesión de suelos públicos para montar negocios educativos privados que han conducido a escándalos como los protagonizados por responsables del PP en Madrid, donde han abundado los pagos de comisiones a políticos a cambio de la concesión de suelo para edificar colegios concertados, tal como se deduce de las investigaciones sobre el caso Púnica.
Cambios que restablecen un mayor equilibrio entre gobierno central y gobiernos autonómicos en el establecimiento de las asignaturas, al tiempo que suprime los itinerarios que obligaban al alumnado de la ESO a elegir tempranamente su futuro en la educación, al tiempo que establece programas curriculares diversificados que permitan a los alumnos con dificultades obtener el título de la ESO. De la misma forma se limita el número de repeticiones a lo largo de toda la enseñanza obligatoria.
La ley introduce elementos como la prevención de situaciones extraordinarias como las generadas por la pandemia, la eliminación de las anticuadas reválidas que nunca han terminado de reimplantarse, una nueva modalidad de bachillerato General, igualdad de género, sostenibilidad, una mayor cooperación entre comunidades autónomas en temas como las aula virtuales, que permitan una mayor capacidad de poner en común experiencias, o una nueva regulación más integradora de la Formación Profesional en el sistema educativo.
El texto deja claro que en las Comunidades Autónomas donde hay dos lenguas cooficiales los alumnos tienen que acabar su proceso educativo con un buen conocimiento de las mismas. Sin embargo, la guerra lingüística no acabará ni mucho menos, por más que el asunto de la lengua vehicular no sea más que un banderín de enganche para fomentar la crispación entre nacionalistas y nacionales.
Tampoco parece tener fundamento alguno el miedo que se pretende sembrar en torno a la desaparición de los centros de Educación Especial en una ley que lo que hace es plantear que los centros educativos ordinarios cuenten con los recursos necesarios para que los alumnos con discapacidad puedan ser escolarizados en ellos, sin perjuicio de que aquellos que lo necesiten puedan asistir a centros especiales.
En cuanto a la religión será obligatoria, pero no habrá asignatura alternativa, ni contará en las notas medias para acceso a la universidad, o la obtención de becas. En un país laico lo lógico sería que la religión formase parte del ámbito de la vida privada.
La ley comenzará su andadura, los centros concertados seguirán existiendo, aunque me gustaría que formasen parte de la misma red pública educativa, la religión seguirá en las aulas, los centros de educación especial no desaparecerán, aunque en los centros ordinarios se escolarizarán más alumnos con discapacidad, siguiendo el modelo inclusivo propugnado por organismos internacionales como la ONU.
Con todo y como en todas las leyes, el principal talón de Aquiles se encontrará en la financiación. Los recortes económicos han conducido a la educación pública a una situación casi insostenible que se ha puesto a prueba durante la pandemia. Los próximos años exigirán un esfuerzo inversor que permita alcanzar, tal como plantea la ley, un 5% del Producto Interior Bruto (PIB) para gasto educativo, aunque la media europea se sitúa en el 6%.
La pandemia nos ha puesto a prueba y lo sigue haciendo. La educación será un elemento esencial para superar la situación actual, pero eso sólo será posible si dejamos de convertirla en arma arrojadiza para convertirla en instrumento para la igualdad y factor esencial para el desarrollo de nuestra sociedad.