El título no debe llamar a confusión, pues,a estas alturas, como todo el mundo bien sabe, la clase obrera ha desaparecido y los héroes son una especie en extinción. O, al menos, eso nos cuentan los más prestigiosos sociólogos del momento. Ahora existen la casta y los indignados, los de arriba y los de abajo, los políticos y la gente de la calle, los musulmanes y los cristianos, el precariado y los trabajadores fijos, los autónomos y los trabajadores por cuenta ajena, los emprendedores y los vagos que esperan que el maná les caiga del cielo.
Pero hubo tiempos en los que había una clase obrera y otra clase capitalista. Es cierto que no todo era homogéneo en la clase obrera, ni tampoco entre los capitalistas, pero todos nos entendíamos. Básicamente, había quienes vivían de su trabajo y quienes lo hacían explotando el trabajo de los demás. El reparto justo de la riqueza disponible constituía el campo de batalla donde la lucha de clases se desenvolvía.
Los ejércitos bien organizados de ambas clases, se batían cada día en los centros de trabajo y en la sociedad para avanzar en sus posiciones y conquistar nuevos territorios de derechos. Unas veces se perdía y otras se ganaba. Ningún nuevo derecho de la clase obrera era un regalo. Ningún derecho estaba asegurado de por vida. Había que defenderlo hasta la extenuación.
Formar parte del ejército de la clase obrera constituía una ardua tarea. Requería tiempo, dedicación, desplazamientos, voluntad y preparación, en la mayoría de los casos autodidacta. Acarreaba despidos, una vida asediada por las penurias económicas, por la persecución policial, la cárcel y a veces el asesinato disfrazado de ley de fugas.
Conocemos, por lo general, a los primeros entre iguales en este esfuerzo colectivo. Conocemos a quienes fueron encausados en el Proceso 1001. Marcelino Camacho, Eduardo Saborido, Nicolás Sartorius, Juan Muñiz Zapico y otros tantos. A los que cayeron abatidos, como Julián Grimau , o Pedro Patiño. Pero no recordamos los nombres de otros tantos que pudieron haber sufrido la misma suerte y cuyas imágenes serían perfectamente intercambiables con aquellos. No se encontraron en la trayectoria de una bala, o en el lugar preciso donde se produjo la detención. Esa es la mayor y casi única diferencia.
Eran personas con apellidos como Díaz, o García. Con nombres como Máximo, o como Alfredo. Pongamos, así pues, Máximo Díaz, Alfredo García. Imaginemos ahora que Máximo Díaz hubiera sido un trabajador metalúrgico, despedido de su empresa por pertenecer a las CCOO. Un hombre con esposa e hijos, que no se da por vencido y sigue militando en las CCOO. Pongamos que le vemos un día organizando cursos de formación sindical para los nuevos delegados y delegadas sindicales. Y otro día organizando una carrera popular. Y otro día arreglando un viejo proyector de cine incautado al sindicato vertical franquista para proyectar películas para los trabajadores y trabajadoras.
Imaginemos a Máximo, Maxi para sus compañeros y compañeras, mediando en los conflictos entre sus propios compañeros, enfrentados en ocasiones por los motivos más peregrinos, porque son buena gente, pero cada uno de su padre y de su madre y, en el fragor de las muchas batallas, siempre hay un motivo de discordia, de cabreo, de enfrentamiento. Muchas veces es más fácil identificar enemigos internos que mantener la unidad frente al adversario de clase.
Imaginemos a Maxi dedicando los últimos años de su vida laboral a organizar las CCOO en una Comarca del Sur de Madrid. Contribuyendo a extender la representación sindical en las empresas. Ampliando el número de afiliados y afiliadas que se organizan en las CCOO. Facilitando la movilización de los trabajadores y las trabajadoras en las empresas con conflictos, Expedientes de Regulación de Empleo, despidos.
Imaginemos que se jubila con la conciencia del trabajo bien hecho y que le seguimos viendo en manifestaciones y actos públicos del sindicato, junto a los trabajadores de Coca-Cola, o junto a los 8 que padecen la persecución por ser sindicalistas en Airbús y tienen que soportar peticiones de condena a 8 años de cárcel para cada uno por participar en una huelga.
Y ahora imaginemos a Alfredo García ( pongamos que de segundo apellido… Moreno), que lleva una vida paralela a la de Maxi, aunque no es metalúrgico, sino, en este caso, un trabajador de Telefónica. Pongamos que, desde su esfuerzo por organizar a los trabajadores y trabajadoras de Telefónica, da el salto y es elegido para dirigir el Sindicato del Transporte y la Telecomunicaciones de CCOO en Madrid y que entonces tiene que aprender mucho de transporte ferroviario, carreteras, redes de telecomunicaciones, correos, organización del Metro de Madrid (cuando aún no volaba, porque de verdad, de verdad, nunca ha volado).
Y, apasionado como es, de esos que no miden sus palabras para quedar mal o bien. Y siendo de aquellos que pese a tener preparación académica, sabe que hay que aprender de forma autodidacta cada día. Alfredo se adentra en intensos debates, conferencias y publicaciones en las que habla de la velocidad alta, cuando aquí estábamos embarcados en la alta velocidad. Visto a la luz de los años transcurridos, creo que hacerle caso hubiera costado menos dinero, para obtener más amplios resultados y, teniendo en cuenta la orografía española, tiempos similares en los desplazamientos. Hubiéramos mantenido y ampliado una potente red ferroviaria de transporte de mercancías, evitando la sobrecarga de las autovías.
Imaginemos a Alfredo hablando de globalización, cuando aún se hablaba de mundialización y debatiendo sobre el postfordismo, cuando en este país no habíamos llegado ni al fordismo. Hablando de China, antes de que los productos ”made in China” invadieran los mercados.
Y de pronto, Alfredo, la desmemoria, el olvido, el pensamiento rápido y veloz que se escapa del control material del cerebro. La palabra que no alcanza al pensamiento. La lucidez del momento fugaz. El pasado presente y el presente desconocido, irreconocible. Junto a Mercedes, que le ancla a la vida que quiere escapar.
Maxi y Alfredo, serían así soñados, dos héroes de la clase trabajadora, que reitero no existe, pero haberla hayla. Dos vidas paralelas. El uno suave en las formas y fuerte en el fondo. El otro arriesgado en las formas, pero dulce en el fondo. Ninguno de los dos apegado al dinero ni al poder. Claros los dos, alerta siempre, afianzando lo que hay y preparando lo que vendrá. Organizadores y precursores.
Lo cierto, lo ineludible, aquello de lo que no podemos escapar es que los dos se nos han ido este verano. Jóvenes aún, para los tiempos que corren. Rebajando las medias de esperanza de vida, ambos. Inesperadamente. Se nos han ido mientras los demás andabamos relamiendo un verano que quiere ya irse de vacaciones, dejando todo un año pendiente. Como para no molestar. Como para no tener que andar pidiendo permiso y dando cuentas a nadie. Que eso se habían ganado sobradamente Maxi y Alfredo. Hacer y decir lo que quisieran, cuando mejor lo estimasen y sin importar el lugar donde se encontrasen. Es ese uno de los privilegios de los héroes de la clase obrera porque, aunque en extinción, los héroes existen. Y ellos lo eran.
Francisco Javier López Martín