Lo que más me reconcilia con mi propia muerte es la imagen de un lugar: un lugar en el que tus huesos y los míos sean sepultados, tirados, desenterrados juntos. John Berger.
Me topo de nuevo con este curioso texto de título provocador, Doce tesis sobre la economía de los muertos, escrito por John Berger. Pintor, escritor, articulista, guionista, crítico de arte, poeta, autor teatral y uno de los mejores filósofos de nuestro tiempo.
A lo largo de su vida pasó por el cristianismo, el anarquismo, el marxismo, o el comunismo para, a través de las influencias de gentes como Orwell o Walter Benjamin, terminar haciendo de la libertad una bandera para defender a aquellos que Galeano denominara los Nadies, ya fueran campesinos de la Europa vaciada, zapatistas de Chiapas, negros estadounidenses, disidentes de más allá del Telón de Acero, emigrantes, exiliados, o gentes sin un techo bajo el que cobijarse cada noche. Y todo ello sin renunciar a ninguna de las fuentes de las que fue bebiendo a lo largo de su vida.
Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que la relación de los vivos y los muertos era cotidiana y se cuidaba intensamente. Hoy, mencionar esa relación en un artículo veraniego, cuando buena parte del personal se embarca en aventuras turísticas y nuestros políticos siguen empantanados en el tortuoso e inhóspito corral de las ambiciones humanas, a mí mismo me parece incómodo, cuando no inconveniente.
Ocuparse de nuestros muertos, tal como explica John Berger en sus tesis, suponía algo así como intentar visualizar la experiencia de quienes nos precedieron, intuir el fin hacia el que nos encaminamos. Sólo el egoísmo desenfrenado de la sociedad capitalista deshumanizada, de consumo compulsivo, ha permitido romper esa relación permanente y conseguir que pensemos en los muertos de forma esporádica, hasta considerarlos como eliminados.
A través de la religión, de todas las religiones, con sus ritos, sus ceremonias, sus oraciones, sus plegarias, los seres humanos hemos intentado establecer sistemas y reglas de relación con quienes habitan ya fuera del tiempo. Difícil empeño éste de traspasar las fronteras que separan el tiempo de la infinitud.
Aquí es donde entra en escena la poesía. La poesía, ahora que la narración, el cuento, el artículo, se ponen al servicio de la construcción de eso que llaman un relato, que parece consistir en el imperio del chisme, el infundio, la patraña, o la certeza particular y no en el encuentro con el otro para buscar la verdad.
La poesía, en un momento en el que el discurso, la charla, la disertación, los debates, las tertulias, no pocas conferencias, han dejado de ser llamamientos contra la injusticia, clamor y deseo de un mundo mejor, para apelar a las vísceras, el corazón, el estómago y los instintos, cantar la maldad inevitable, alentar lo irracional, como si un futuro mejor fuera ya imposible y la utopía pesara como un legado insano del pasado que se agota en las cajas de cualquier centro comercial. En eso consiste la prosaica realidad de nuestros días.
Cualquier creyente sabe de sobra que la poesía es lo más parecido a una oración. Cualquier no creyente, ateo, agnóstico, vislumbra en el lenguaje poético el misterio de la existencia, el dolor, la herida, la capacidad de escuchar los ritmos del planeta, la hermandad de todas las sangres en una sola gota de sangre escrita, la fortuna de agradecer, la oportunidad de maldecir, la suerte de salvar, el momento de condenar.
No hay protagonista, no hay introducción, no hay nada que explicar, no hay camino, no hay tiempo, no hay desenlace en el poema. El instante poético es la propia palabra convertida en lenguaje que relaciona a quienes viven en el tiempo con cuantos habitan la infinitud.
La poesía nos permite aceptar la evidencia que un día nos desveló Fernando Pessoa, Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria. En este verano, entre el marasmo de los desplazamientos vacacionales, al borde del mar, o de una piscina, en el calor de las tardes, o mientras se desencadena alguna de esas tormentas cada vez más frecuentes y destructivas, podemos aceptar la invitación del poeta y dedicar un momento a buscar la infinitud que habitan nuestros muertos. Les debemos esos instantes de plegaria que nos ofrece la poesía. Oración, tal vez sin dios, pero plegaria al fin.