Quisiera haber escrito este artículo cuando me enteré de la muerte de Nelson Mandela, pero me fue imposible. Además las televisiones se inundaron de Mandelas y Madibas. Los periódicos se llenaron de obituarios y artículos de opinión unánimemente laudatorios. Las redes sociales de trend topic. Los medios se ubicaron en Johanesburgo, con viajes organizados a Soweto o a Robben Island. Sus funerales se colmataron de mandatarios de todo el mundo, dispuestos a hacer su gimnasia matinal en los mejores hoteles y posar ante las cámaras formulando pretenciosas declaraciones alabando al hombre que acababa de morir.
La Merkel se negó a asistir a los funerales, tal vez porque no eran los suyos. La reina de Inglaterra y el rey de España, por los problemas de salud de la monarquía. El primer ministro israelí por no hacer gastos. El Dalai Lama por las buenas relaciones de Sudáfrica con China. El Presidente chino vaya usted a saber por qué. El presidente de Uruguay por la edad y la presidenta argentina por prescripción médica. El Papa Francisco porque ha delegado en Dios y él no se ve en esos saraos.
Este Papa Francisco, de entre los que han podido elegir no asistir, me parece, con todo, el más coherente. Porque sonroja ver y escuchar a algunos de los personajes que han desfilado por la tribuna de invitados del estadio de Johanesburgo. “el funeral de Mandela hará más emblemático al estadio donde ganó España”, ha declarado el inefable Rajoy, arrimando el ascua a su sardina.
Una de dos, o este mundo está necesitado de héroes, o Mandela se ha convertido en el paradigma del buen rollito posmoderno, aún mucho antes de fallecer. O las dos cosas a la vez. Porque conviene recordar que este Rolihlahla Mandela, al que su maestra rebautizó como Nelson, del clan Madiba, de la etnia Xhosa, nacido de familia real, hizo honor a su nombre de pila, que significaba algo así como tirar de la rama del árbol, el alborotador, el rebelde. El que huyó de su casa y aprendió las luchas de los mineros y la resistencia de los indios. El que estudió derecho y, sin terminar la carrera comenzó a defender a su pueblo. El que se involucró en política con sindicalistas y comunistas del Congreso Nacional Africano, hasta llegar a dirigir la lucha armada del Comando Lanza de la Nación, antes de ser detenido y condenado a cadena perpetua. El que cumplió 27 años de cárcel. El que se negó a renunciar a la lucha armada a cambio de la libertad. “¿Qué libertad se me ofrece, mientras sigue prohibida la organización de la gente? Sólo los hombres libres pueden negociar. Un preso no puede entrar en los contratos”. El que dirigió el proceso de negociaciones que condujo al fin del apartheid.
El Premio Nobel de la Paz y el primer Presidente negro de Sudáfrica. El amigo de Gadafi y de Castro, lo cual le valió abucheos en Miami. El jefe de la organización que Inglaterra, la ONU, los Estados Unidos, catalogaban como terrorista y comunista hasta 2008. El que tenía cuadros de Lenin y Stalin en su casa, en los años 50. El que abandonó la no violencia para abrir un frente armado. El hombre sin el cual la democracia hubiera sido imposible en Sudáfrica. El que gustaba de codearse con la alta sociedad y, durante su mandato como Presidente, no abordó el problema del SIDA. El que después se comprometió con los activistas que luchaban contra la enfermedad, aun a costa de enfrentarse a su sucesor en la presidencia. El que unió a blancos y negros hasta hacerles sentirse parte de una misma patria.
Mandela, Madiba para los suyos. Un hombre como todos los hombres. Con las virtudes de los hombres y las contradicciones que les acompañan. Pero un hombre bueno, que no es exactamente lo mismo que un buen hombre. Un hombre que aconsejó a Clinton, durante el escándalo Lewinsky, “Mandela me dijo que perdonó a sus opresores porque de no hacerlo, ellos lo habría destruido. Él me dijo: ‘Ellos tomaron ya todo lo que me pertenecía. Tomaron mis mejores años, que no viese a mis niños crecer, mi unión matrimonial, abusaron de mí física y mentalmente. Podían tomar todo excepto mi mente y mi corazón. Esas cosas tendría que darlas yo y decidía no dárselas.’ ‘Ya tuvieron 27 años… No les voy a dar más que eso. Y dejé ir al odio’. Para concluir afirmando: “Haces esto no para los demás, sino para ti. Si no abandonas el odio, te carcome el alma.”
Perdonar, que no olvidar. Esa es la grandeza de Mandela. Junto a ese carisma personal que mantuvo intacto durante toda su vida. El que transmitía seguridad y confianza a los suyos, porque cargaba sobre sus espaldas el dolor y la lucha de todo un pueblo y porque ese compromiso tenía un precio insalvable, pagado con 27 años de cárcel y un alto coste personal. “No abandonaré Sudáfrica, no me rendiré. Solo con penurias, sacrificio y acción militante se puede conquistar la libertad. La lucha es mi vida. Seguiré luchando por la libertad hasta el fin de mis días.”
Por eso resulta bochornosa esa crónica edulcorada de los funerales de Mandela. Ese buen rollito hypster. Esa conversión de Mandela, Madiba para los suyos, en un icono de la posmodernidad estética, del buenismo, la genialidad, la “autenticidad” mediática, el negro blanco. Un producto exclusivo para camisetas fabricadas en la India por niños de ocho años. Del espectáculo, nos queda el despliegue de mandatarios de todo el mundo, un Obama dando la mano a Raul Castro, un Obama flirteando con la primera ministra danesa, el abucheo al Presidente de Sudáfrica, a cargo de su propio pueblo. Al final va a resultar que lo más auténtico del acto se encuentra en el dolor de todo un pueblo por la pérdida y su incertidumbre hacia el futuro. Al final, junto a tanto mandatario en la tribuna, el interprete de signos que traducía a su aire, utilizando arbitrariamente los gestos, reinventando los discursos (bien porque era simple y llanamente un impostor, bien porque sufriera un “brote esquizofrénico”, como él mismo afirma), se ha convertido en el cronista real de un episodio de sinsentido que será recordado en los anales del esperpento. Un interprete que, actuando como espejo privilegiado, en el callejón del Gato, nos devolvía la imagen deformada, pero real de lo que estábamos viendo, entre atónitos y despavoridos. El mundo está desnudo. El mundo está necesitado de gente honesta, de héroes de carne y hueso.
Dicho todo lo cual, Hasta siempre Mandela, Madiba para los tuyos. Seguiremos tus pasos, aprenderemos de ti, nos guiará tu ejemplo. Y suerte, mucha suerte, gentes buenas de Sudáfrica.
Francisco Javier López Martín
Sí, hay que aprender mucho de él, sobre todo de su tesón en favor de la libertad.
Un beso.
Completamente de acuerdo.