Dicen que un pesimista no es otra cosa que un optimista bien informado, aunque fue Bernanos el que nos alertó de que el realismo no deja de ser más que la buena conciencia de los hijos de puta. El término francés que utiliza es el de salauds, que podemos traducir como bastardos.
La encrucijada que vivimos está plagada de optimistas, pesimistas y bastardos realistas. Hay quien piensa que en un futuro cercano podremos terraformar Marte, mientras que otros dicen que, agotados los recursos de la Tierra, la cultura extractiva se prepara para dar su última bocanada, antes de su irremediable final, cambio cultural que coincidirá con la extinción misma de la especie.
La encrucijada que vivimos puede conducirnos a la utopía, o a la más negra de las distopías. Los teóricos del transhumanismo avanzan la idea de un mundo de seres humanos “mejorados”, que incorporarán componentes tecnológicos en su cuerpo y en sus habilidades mentales. Un mundo de cyborgs, mitad humanos, mitad máquinas.
Algunos de estos teóricos se ilusionan con la posibilidad de transferir nuestras mentes, nuestras experiencias, los sentimientos, conocimientos, habilidades que somos, a la nube. Subir el alma a la nube. Ser eternos, superar la muerte. Y, sin embargo, nos asalta el presentimiento inevitable de que los seres humanos nos hemos perdido a nosotros mismos, nuestras almas y nuestras vidas. La impresión inquietante de que un buen día nos independizamos de Dios y ahora estamos a punto de independizarnos de nosotros mismos.
Vivimos la sensación permanente de la banalidad del mal de la que nos habló Hannah Arendt. Dueños de una tecnología poderosa que puede convertirse en nuestra pesadilla. Seres humanos capaces de lo mejor y de lo peor. Dominadores de la información, víctimas del exceso de datos, comenzamos a entender que no siempre la información es conocimiento, sabiduría, mayor y mejor capacidad de vivir y convivir.
Un mundo confuso en el que, quienes nacimos en el siglo pasado, hemos visto como se duplicaba la población del planeta. Un escenario al que nos asomamos, donde la biotecnología será un componente esencial. La duda, el problema, será si somos capaces de gobernar esos procesos, o si será la economía la que decida sobre nuestro futuro.
La pandemia ha puesto a prueba nuestra resistencia y de adaptación, eso que algunos llaman resiliencia. Nos ha situado ante el reto de demostrar que no somos seres fallidos, que podemos reinventarnos y aprender a convivir con la vida, la nuestra y la del planeta.
Hay quienes quisieron convencernos de que las ciencias y las letras forman parte de mundos distintos. Quienes se ocupan de las ciencias son competentes en el desarrollo tecnológico de nuestra sociedad y quienes se ocupan de las letras y el humanismo, descuidan la razón y se rigen por sentimientos, mitos, sueños.
Y, sin embargo, el final de la concepción extractiva de la vida, agotadora de los recursos naturales, ha demostrado que los renacentistas vuelven a estar de moda, vuelven a ser más necesarios que nunca. Personas capaces de introducir mejoras tecnológicas, sin olvidar la dimensión humana, la complejidad de los seres humanos.
Leonardo da Vinci vuelve a ser punto de referencia inevitable. Lo vemos en la superación de las tradicionales disciplinas universitarias, que han ido dejando paso, en primer lugar, a enfoques multidisciplinares, más tarde a equipos interdisciplinares que buscan los puntos de encuentro de las más variadas disciplinas y, en estos momentos, a la transdisciplinariedad que integra conocimientos diversos durante todo el proceso de investigación, conocimiento y elaboración de conclusiones.
No somos partes separadas de un todo, somos un todo que podemos abordar desde muchos puntos de vista, un intento de comprender el mundo en su unidad y en su pluralidad. Sin humanismo no hay ciencia que no desemboque en el desastre. Sin ciencia no hay humanismo que no desemboque en fanatismo. El desarrollo de la pandemia nos está demostrando que esta misma concepción es aplicable a la política.
La ciencia debe fijar un marco de recomendaciones que los políticos deben traducir en medidas de protección de la vida, la salud y la supervivencia de las personas. Despreciar a la ciencia y sus recomendaciones, como hace gobierno regional madrileño constantemente, en un intento imprudente y perturbado de atacar al gobierno central, de beneficiar a sus socios empresariales y recurriendo a lemas atractivos como la libertad, conduce a la muerte de miles de personas. Sin vida no hay libertad, ni futuro.
No sé si viviremos en Marte, lo veo improbable, pero lo cierto, en lo inmediato, es que la política tiene la obligación de trabajar con la ciencia para encontrar el camino equilibrado que permita salir de la pandemia, asegurar la vida sin recortar libertades, fortaleciendo el autocontrol y la responsabilidad y protegiendo a las personas en los daños económicos y sociales que se van produciendo.