Seamos realmente libres

Las empresas de éxito nos venden sus productos a golpes de llamamientos a la libertad. Si compramos sus productos somos de seguro más libres. Hay políticos que nos llaman al voto cantando la libertad de tomar cañas cuando y como queramos. Los fabricantes nos piden un consumo responsable de productos que quieren que consumamos compulsivamente.

Hasta han convertido la pandemia en asunto y responsabilidad nuestra. Somos nosotros los que con nuestras concentraciones y falta de medidas de seguridad producimos más contagios. Somos nosotros los que tenemos que hacernos pruebas, autodiagnosticarnos y adoptar las medidas necesarias para salir del aprieto. En todo caso, nos aconsejan, si no respiras bien y tu fiebre es muy alta, entonces acude al hospital y santas pascuas.

Nosotros somos los responsables del cambio climático, de las subidas de los precios, del aumento de las pandemias y hasta de la guerra de Ucrania. Pero no. Algo está fallando en estos mensajes. Porque ni somos libres por poder tomarnos unas cañas, ni somos los responsables del desastre en el que nos han instalando.

Es cierto que la libertad, tal como la concebía un educador, pedagogo y filósofo como Paulo Freire, tiene que ser el ejercicio de una responsabilidad y no un sálvese quien pueda acosta de pisar las cabezas de los demás, ni un hacer lo que me dé la gana, cuando y como quiera. Pero de ahí a hacernos responsables de lo que la filósofa Victoria Camps llama la dominación digital en la que nos hemos instalado, va un buen trecho.

No somos los responsables del dominio absoluto que ejercen las plataformas digitales sobre nuestros gustos, nuestras necesidades, nuestras compras presentes y futuras. No somos los responsables de su capacidad para influir sobre los medios de comunicación, a través de la publicidad y sobre los gobiernos a base de donaciones, puertas giratorias y esa falacia que llaman “generación de empleo”.

No somos los responsables del abuso tecnológico que ejercen para que obedezcamos sus designios creyendo que somos protagonistas y libres y además sin que haga falta reprimirnos, como ocurría antaño, sino tan sólo persuadirnos.

No somos los responsables de que el exceso de información termine produciendo desinformación, ni tensiones sociales y políticas artificiales, ni que nos hayamos convertido en adictos a las pantallas de nuestros móviles.

Son las modernas empresas tecnológicas las que han cambiado las reglas de juego del consumo y de la publicidad, basada en datos extraídos de todos y cada uno de nosotros, cuando utilizamos sus servicios. En un click autorizamos sus tejemanejes, el tráfico y comercio de nuestros datos.

Lo que nos ofrecen de manera aparentemente gratuita tiene un precio. Nuestros datos son procesados por las empresas de big data, las especializadas en la gestión de los grandes datos. Mientras mandamos un correo, o navegamos por internet, o cuando utilizamos una red social, alguien está recogiendo nuestros datos. Sólo con tener encendido el móvil, nuestra voz, imágenes, localización, preferencias, están siendo recogidos por alguien, procesados y vendidos para ofrecernos productos y servicios.

Lo grave es que, de buena gana, de buena fe, con naturalidad absoluta, depositamos nuestra confianza en esas plataformas para que diseñen nuestras preferencias y nos ofrezcan eso que llaman “servicios personalizados”.

Un racimo de empresas especializadas en datos, las llamadas data brokers, realizan estas funciones de recopilación y venta de nuestros datos. Con sus algoritmos no sólo pueden saber qué hacemos, o qué tenemos, sino deducir cuáles son nuestras aficiones, qué podríamos querer y necesitar.

Estas empresas procesan datos de miles de millones de personas en decenas de miles de procesadores y servidores y llevan la cuenta de billones de compras, transacciones, visitas, operaciones, desplazamientos que realizamos. Utilizan nuestras relaciones, nuestros gustos, nuestros afectos, nuestros sentimientos para convertirlos en publicidad al servicio de elecciones políticas, o de nuevos productos.

Claro que somos responsables de participar en este tráfico de datos, pues los dejamos en manos de las plataformas de forma gratuita, para que ellas las procesen y las vendan. Pero deben ser los gobiernos los que regulen el uso de nuestros datos y los que eviten los abusos.

Deben ser también las empresas las que respetan las reglas establecidas y moderan y regulan sus  ansias de obtener beneficios a cualquier precio. El tratamiento de datos puede servir para prevenir pandemias, desastres naturales, o combatir la pobreza y extender el bienestar, o puede ser un instrumento en manos de delincuentes y organizaciones criminales, en manos de gobiernos autoritarios, dictatoriales.

En un mundo tan acelerado como el que vivimos los problemas surgen de forma inesperada y las soluciones que aplicamos pueden producir efectos no deseados. Nos pueden intentar convencer de que con un comercio abundante basado en la publicidad, disminuir el tráfico de nuestros datos puede producir menos ventas, cierres de empresas, menos empleo.

Sin embargo mantener la situación actual puede producir males mayores e irreparables en un momento tan delicado como el que vivimos. La responsabilidad de las empresas y de los gobiernos, junto a la formación digital de las sociedades, debe permitir encontrar el punto de encuentro en el que la libertad y la responsabilidad de las personas sea compatible con evitar los monopolios y oligopolios que gestionan nuestros datos.

Lo cierto es que es urgente cortar el nudo gordiano, romper el círculo vicioso en el que nos encontramos atrapados, si queremos que las nuevas tecnologías no se conviertan en oligopolios y podamos ser realmente libres.

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