Los libros de José Saramago han salido de los estantes de las bibliotecas para ser leídos en numerosas escuelas portuguesas con motivo de la celebración del centenario del nacimiento del escritor. El mismo Saramago que tuvo que partir de su país y refugiarse en Lanzarote, cuando el propio gobierno portugués de principios de los 90 le vetó como participante en los premios literarios europeos, por haberse atrevido a escribir El Evangelio según Jesucristo.
Al parecer las autoridades consideraban que escribir aquella obra era una ofensa al mundo católico. Cuántas barbaridades cometidas en nombre de Dios. Cuánta incapacidad peninsular, no sólo portuguesa, para reconocer los méritos de aquellas personas que hacen cuanto pueden para hacernos mejores, con su investigación, sus estudios, su escritura, su arte, o cualquiera que sea su oficio y su trabajo.
Va a tener razón la inscripción que una vez leí junto al busto de Luis vives, en la Plaza Margarita de Valdaura, en Valencia,
-Patria dat vitam, raro largitur honores ille multo melius terra aliena dabit.
Lo cual, poco más o menos, en mi chapucero latín del Bachillerato, intuyo que viene a decir que la patria nos da la vida, pero pocas veces concede esos honores que son mucho más fáciles de conseguir en tierra extraña.
Pues eso, cumple 100 años Saramago paseando su voluntario exilio por los desiertos y volcánicos campos de Lanzarote, viviendo en aquella preciosa casa en Tías, que hoy nos dejan visitar a los enamorados del personaje. Tras recorrer el cuidado jardín pasamos a la cercana biblioteca, taller de trabajo, lugar de reflexión.
Hay dos escritores, por encima de otros muchos, que han marcado el esfuerzo que realizo cada día para escribir. Uno, el primero, José Saramago. Otro, descubierto más tarde, Antonio Lobo Antunes. No hay una preferencia en esta prelación. Tan sólo una circunstancia temporal de descubrimiento. Su edad y la mía hicieron que leyera a Saramago en los años 80 del siglo pasado, mientras que a Lobo Antunes no lo descubrí hasta entrado ya el nuevo siglo.
Saramago puso ante mí El cerco de Lisboa. Así, todo seguido, contado como lo haría un cuentacuentos, un juglar, un trovador, un cómico de la legua. Los puntos y seguido, las comas, los puntos y aparte habían desaparecido, o eran sometidos al gobierno, al designio, del contador de historias. Pronto intenté escribir así, con mucho menos éxito, pero no con menos empeño.
Saramago era el narrador oral que escribía cuentos escuchados a la luz de la hoguera, de un viejo candil, construyendo utopías, distopías, horizontes que se cierran de pronto, pero que siempre terminan por abrirse hacia el futuro. Siempre salías reconfortado de aquella aventura de sumergirte en sus historias.
Sin embargo Lobo Antunes apareció ante mí en un momento en el que las utopías habían desaparecido y las distopías aún no habían desplegado toda su fuerza, su atracción, su capacidad de seducción. El mundo se fracturaba como muchas voces dispersas que flotan en el aire y que hablan de la tragedia de un mundo en caos. Sus novelas se convierten en despliegue de voces obsesivas, repetitivas, que se fragmentan, contradictorias, que vienen de dentro, de más allá de la conciencia.
Ya no hay destino, la muerte está siempre presente, tal vez porque forma parte inquietante y obsesiva de la vida, la alegría se escapa, la compasión perdura. Leer a Lobo Antunes es dejarse llevar hacia una enfermedad de la cual sales convaleciente, tocado, inmerso en una vida que no es la que hubieras deseado, pero es la que es, vida desencadenada.
Ahora Saramago cumple 100 años y Lobo Antunes acaba de alcanzar los 80. Nunca se llevaron demasiado bien estos dos a los que elegí como maestros, aunque no lo supieran, o lo vayan a saber nunca. Nunca sabremos tampoco las profundas causas de su enfrentamiento.
Cuentan que, para los indios Pieles Rojas, la grandeza de un pueblo se mide por la grandeza de sus enemigos. Lo mismo pienso ahora que Saramago cumple 100 maravillosos y poderosos años, al tiempo que Lobo Antunes continúa regalándonos sus turbadoras y desconcertantes voces.
El hijo de campesinos alzado del suelo al Nobel de Literatura, frente al niño urbano, médico, psiquiatra, que acabó en la guerra de Angola y se lanzó a la escritura para conjurar tantas imágenes, tantas obsesiones, tanta humanidad despreciada.
Comunista el uno, anarquista el otro. Y, sin embargo, participes ambos de las mismas guerras coloniales, la misma dictadura salazarista y su corolario de miserias, torturas, terror. Compartiendo los dos las mismas convicciones democráticas y llegando por distintos caminos a la misma idea de una Iberia unida en su pluralidad y su diversidad.
Feliz cumpleaños José. Que cumplas muchos, Antonio.