Subestiman los gobernantes a los pueblos. Infravaloran su inteligencia, su capacidad de decidir colectivamente, de acertar en sus decisiones. No valoran con rigor la tensión que está a punto de desencadenar movimientos de incalculables consecuencias.
Una parte de esa vocación de subestimar a sus pueblos parece provenir de la alta autoestima que les caracteriza. No pueden entender que el despotismo, más o menos ilustrado que exhiben constantemente, pueda tener otra respuesta que el aplauso, el agradecimiento y el reconocimiento en forma de placa callejera o de sillón en unos cuantos consejos de administración.
Los gobernantes, incluso los más inteligentes, no perciben con facilidad la llegada de una revuelta, un motín, una revolución. Prefieren no ver lo evidente. Tampoco sus consejeros, asesores, ministros, colaboradores, se atreven a decirles toda la verdad cuando estos momentos se acercan.
Un buen ejemplo de despotismo político ilustrado abocado al amotinamiento del pueblo, es el Motín de Esquilache. Para hacernos una idea aproximada del asunto debemos pensar en un rey de España que lo había sido antes, de Nápoles, durante un cuarto de siglo. Un rey llamado Carlos, que vino a Madrid porque su hermanastro, el bueno y pacífico Fernando VI, había muerto sin descendencia, de melancolía, tras la muerte de su esposa.
Digamos que llegó Carlos a un Madrid que era un lugarón destartalado y sucio, con unas iglesias más de pueblo que de corte, un villorrio ascendido a Corte sin llegar a ciudad, en el que había mucho que hacer para estar, no digo de Rey sino de caballero. No son palabras mías sino del propio Carlos III y de su esposa, recién llegados desde la impresionante, lujosa y moderna corte napolitana.
Los madrileños vivían en un pueblo peligroso y oscuro de noche, sucio y maloliente todo el día. Carlos se convirtió en su mejor alcalde, como buen ilustrado y reformista que era. A él debemos el patrimonio de la humanidad que nos acaba de conceder la UNESCO. El paseo del Prado, el Botánico, el Observatorio, el museo del Prado, Neptuno, Cibeles, Apolo, la Casa de Correos de la Puerta del Sol, la Casa de Postas y la Casa de Adunas, el Hospital de San Carlos, hoy museo Reina Sofía.
Como podía imaginar aquel gobernante que se fraguaba una revuelta popular a sus espaldas. Los Borbones eran absolutistas y en una España de largos árboles genealógicos nobiliarios el ordeno y mando real no podía ser bien visto.
El partido castizo de los nobles españoles, los todopoderosos jesuitas y el clero, los altos funcionarios de la Corte, conocidos como golillas, que recibían ese nombre por los adornados cuellos de encaje que lucían, comenzaron a alimentar un abierto malestar ante la llegada de los ministros y consejeros italianos de la corte napolitana, como Grimaldi, o Esquilache.
Fue este marqués de Esquilache, al que Buero Vallejo llamó soñador para un pueblo, el que acometió las reformas económicas que pretendían modernizar España y que desembocarían en el famoso motín que lleva su nombre.
Pretendía Esquilache eliminar el concierto con la iglesia y cobrarles impuestos. Liberalizó, además, el precio del trigo para fomentar la competencia y la bajada de precios, con la mala fortuna de que una mala cosecha obligó a importar trigo de otros países por malos caminos y sin redes de comercialización adecuadas, con lo cual el precio del pan se desmandó. Para acrecentar los problemas vino a unirse a las subidas de los precios del aceite, del tocino, y de bienes de subsistencia de los cuales vivía buena parte de la población española.
Escasez, carestía, hambruna que contrastan con las exhibiciones de lujo y buena vida de Esquilache y su familia. Para colmo, Esquilache manda instalar faroles en cada puerta y obliga a cada vecino al pago del costoso aceite que consumen para evitar delitos nocturnos.
Nadie supo ver que una pequeña chispa como los guardias cortando capas y convirtiendo en sombreros de tres picos los sombreros de ala ancha, para evitar la presencia frecuente de delincuentes embozados, fuera a dar lugar, un Domingo de Ramos, a manifestaciones de chisperos y manolas que venían de Lavapiés y de los barrios populares hacia la Plaza Mayor.
De allí se fueron a asaltar la casa de las Siete Chimeneas, donde vivía Esquilache y al Palacio Real para obligar al rey a aceptar sus reivindicaciones. En Madrid no quedó un farol sano, el rey huyó a Aranjuez y en numerosas ciudades y pueblos de España aparecen volantinas y pasquines, o se producen disturbios. Algunos valones de la guardia extranjera del rey son capturados, linchados y quemados por el pueblo.
Las medidas del marqués son derogadas y Esquilache marcha al destierro. Los jesuitas son expulsados, los ministros italianos entran en declive, mientras los nobles españoles, encabezados por el aragonés Aranda y los golillas, ganan terreno. El rey sigue en su trono, pero mucho más interiorizado y desconfiado, cada vez más entregado a la caza y otras distracciones.
Desde los tiempos antiguos a los más modernos las hambrunas, las subidas de los precios, las crisis de subsistencia, coaligadas muchas veces con los malestares en el interior de las clases dirigentes, dan lugar a revueltas, motines, revoluciones, levantamientos populares. Nunca se repiten de la misma manera, pero siempre lo hacen por parecidas causas.
Es nuestra historia.
Subestiman los gobernantes a los pueblos. Infravaloran su inteligencia, su capacidad de decidir colectivamente, de acertar en sus decisiones. No valoran con rigor la tensión que está a punto de desencadenar movimientos de incalculables consecuencias.
Una parte de esa vocación de subestimar a sus pueblos parece provenir de la alta autoestima que les caracteriza. No pueden entender que el despotismo, más o menos ilustrado que exhiben constantemente, pueda tener otra respuesta que el aplauso, el agradecimiento y el reconocimiento en forma de placa callejera o de sillón en unos cuantos consejos de administración.
Los gobernantes, incluso los más inteligentes, no perciben con facilidad la llegada de una revuelta, un motín, una revolución. Prefieren no ver lo evidente. Tampoco sus consejeros, asesores, ministros, colaboradores, se atreven a decirles toda la verdad cuando estos momentos se acercan.
Un buen ejemplo de despotismo político ilustrado abocado al amotinamiento del pueblo, es el Motín de Esquilache. Para hacernos una idea aproximada del asunto debemos pensar en un rey de España que lo había sido antes, de Nápoles, durante un cuarto de siglo. Un rey llamado Carlos, que vino a Madrid porque su hermanastro, el bueno y pacífico Fernando VI, había muerto sin descendencia, de melancolía, tras la muerte de su esposa.
Digamos que llegó Carlos a un Madrid que era un lugarón destartalado y sucio, con unas iglesias más de pueblo que de corte, un villorrio ascendido a Corte sin llegar a ciudad, en el que había mucho que hacer para estar, no digo de Rey sino de caballero. No son palabras mías sino del propio Carlos III y de su esposa, recién llegados desde la impresionante, lujosa y moderna corte napolitana.
Los madrileños vivían en un pueblo peligroso y oscuro de noche, sucio y maloliente todo el día. Carlos se convirtió en su mejor alcalde, como buen ilustrado y reformista que era. A él debemos el patrimonio de la humanidad que nos acaba de conceder la UNESCO. El paseo del Prado, el Botánico, el Observatorio, el museo del Prado, Neptuno, Cibeles, Apolo, la Casa de Correos de la Puerta del Sol, la Casa de Postas y la Casa de Adunas, el Hospital de San Carlos, hoy museo Reina Sofía.
Como podía imaginar aquel gobernante que se fraguaba una revuelta popular a sus espaldas. Los Borbones eran absolutistas y en una España de largos árboles genealógicos nobiliarios el ordeno y mando real no podía ser bien visto.
El partido castizo de los nobles españoles, los todopoderosos jesuitas y el clero, los altos funcionarios de la Corte, conocidos como golillas, que recibían ese nombre por los adornados cuellos de encaje que lucían, comenzaron a alimentar un abierto malestar ante la llegada de los ministros y consejeros italianos de la corte napolitana, como Grimaldi, o Esquilache.
Fue este marqués de Esquilache, al que Buero Vallejo llamó soñador para un pueblo, el que acometió las reformas económicas que pretendían modernizar España y que desembocarían en el famoso motín que lleva su nombre.
Pretendía Esquilache eliminar el concierto con la iglesia y cobrarles impuestos. Liberalizó, además, el precio del trigo para fomentar la competencia y la bajada de precios, con la mala fortuna de que una mala cosecha obligó a importar trigo de otros países por malos caminos y sin redes de comercialización adecuadas, con lo cual el precio del pan se desmandó. Para acrecentar los problemas vino a unirse a las subidas de los precios del aceite, del tocino, y de bienes de subsistencia de los cuales vivía buena parte de la población española.
Escasez, carestía, hambruna que contrastan con las exhibiciones de lujo y buena vida de Esquilache y su familia. Para colmo, Esquilache manda instalar faroles en cada puerta y obliga a cada vecino al pago del costoso aceite que consumen para evitar delitos nocturnos.
Nadie supo ver que una pequeña chispa como los guardias cortando capas y convirtiendo en sombreros de tres picos los sombreros de ala ancha, para evitar la presencia frecuente de delincuentes embozados, fuera a dar lugar, un Domingo de Ramos, a manifestaciones de chisperos y manolas que venían de Lavapiés y de los barrios populares hacia la Plaza Mayor.
De allí se fueron a asaltar la casa de las Siete Chimeneas, donde vivía Esquilache y al Palacio Real para obligar al rey a aceptar sus reivindicaciones. En Madrid no quedó un farol sano, el rey huyó a Aranjuez y en numerosas ciudades y pueblos de España aparecen volantinas y pasquines, o se producen disturbios. Algunos valones de la guardia extranjera del rey son capturados, linchados y quemados por el pueblo.
Las medidas del marqués son derogadas y Esquilache marcha al destierro. Los jesuitas son expulsados, los ministros italianos entran en declive, mientras los nobles españoles, encabezados por el aragonés Aranda y los golillas, ganan terreno. El rey sigue en su trono, pero mucho más interiorizado y desconfiado, cada vez más entregado a la caza y otras distracciones.
Desde los tiempos antiguos a los más modernos las hambrunas, las subidas de los precios, las crisis de subsistencia, coaligadas muchas veces con los malestares en el interior de las clases dirigentes, dan lugar a revueltas, motines, revoluciones, levantamientos populares. Nunca se repiten de la misma manera, pero siempre lo hacen por parecidas causas.
Es nuestra historia.