El teorema del relato

Asistí recientemente a una reunión de la Tertulia Indio Juan, la tertulia de autor del Ateneo 1º de Mayo, que hemos recuperado en formato digital en estos tiempos de pandemia. El encuentro del día se producía con Manuel Rico, escritor de una docena de poemas y otra docena de novelas, además de ensayos, libros de viajes, artículos, merecedor de un buen puñado de premios literarios y presidente de la Asociación Colegial de Escritores de España.

Manuel recitaba alguno de sus poemas, se formulaban preguntas, escuchaba respuestas que hablaban de los barrios populares de Madrid, de los patios en las antiguas casas, los tranvías, las formas de entender la poesía en nuestro tiempo, la necesidad de contar nuestras historias, convertirlas en poemas, relatos, novelas, para que nuestras vidas no se pierdan en el tiempo, como lágrimas en la lluvia, tal como diría el replicante Roy Batty en Blade Runner.

Ya antes de esta pandemia, no pocos avisaban de que el mundo moderno es guiado por fuerzas que conocen todo sobre nuestras necesidades y nuestros pensamientos, predicen lo que vamos a necesitar y qué vamos a pensar y son capaces de desarrollar la propaganda y la publicidad hasta límites insospechados y planificar qué necesitaremos y hasta qué ideas tendremos.  Ya no es necesario mantener policías y desplegar tropas en la calle para controlarnos, sólo es necesario predecir nuestras necesidades, crear sensaciones, diseñar tendencias, utilizando el ingente potencial de datos que regalamos cada día.

La libertad que disfrutamos tiene mucho de apariencia de libertad, sustentada en el exceso de información y de productos que nos conducen hacia la competencia, pero que no fomentan la convivencia, ni el diálogo. Las conexiones que establecemos en las redes sociales favorecen la tribalización y el enfrentamiento, cuando no la crispación, la agresión cuando menos verbal, como formas de establecer y mantener una forma de relación que aceptamos y consideramos normal y natural.

Ya antes de estos duros momentos eran bastantes, aunque muy poco escuchados, quienes nos contaban que la globalización económica se estaba agotando en sí misma, que era imposible extender a toda la humanidad, el ritmo de vida de unos pocos países del planeta, personas que nos alertaban de la cada vez mayor inevitabilidad del cambio climático que creamos, o que aceleramos hasta convertirlo en irreversible.

Paul Kingsnorth, contaba a quien quería escucharle, a finales del año pasado,

-Si te dicen que se puede evitar la crisis climática reduciendo las emisiones, te están mintiendo,

para añadir inmediatamente, que no hay otra solución que parar, detenerse, dejar de crecer, de construir, de consumir desbocadamente, de expandir las extracciones y la destrucción de los recursos disponibles, siempre limitados. Comenzar a vivir de otra forma, más austera, sencilla, atentos a la vida que nos rodea, rodeándonos de vida.

El problema ahora es si la estructura económica globalizada y en manos de todopoderosas corporaciones, los equilibrios de poder político entre grandes potencias, los modelos sociales de descohesión y desigualdad, que hemos construido en muy poco tiempo, los relatos que hemos utilizado, e interiorizado, para justificar la globalización, la destrucción de la naturaleza, la opresión de los pueblos, son reversibles, tienen vuelta atrás.

La pandemia ha sido, tal vez, el último aviso del planeta, habrá otros, sin duda, pero puede que éste sea el último en el que sea posible comenzar a hacer las cosas de otra manera. El virus es la última constatación de las consecuencias de entrar en contacto con nuevos virus que habitan en eso que llaman reservorios a los que nunca había llegado el ser humano, ya sean selvas vírgenes deforestadas para hacer negocio, o el permafrost que se va derritiendo en Siberia, esas tierras profundas permanentemente heladas, que ahora van liberando bacterias y virus encarcelados allí durante miles de años.

La pandemia es ese momento de parón forzoso, que debería permitirnos el silencio, pararnos a escuchar al planeta, sentirlo, dejar que entre dentro de nosotros, como personas y como sociedades. A fin de cuentas no somos lo único vivo en este planeta, ni probablemente en este universo. No podemos seguir creyendo los cuentos del crecimiento infinito, la competencia, la competitividad, la eficacia y la eficiencia en términos económicos.

Hay que escuchar a nuestros economistas, políticos, científicos y hasta a nuestros tertulianos, por qué no, pero ahora tenemos que volver nuestros ojos y nuestros oídos a nuestros músicos, que extraen los ritmos que nos habitan y a los que interpretan con sus danzas esos ritmos de la vida, nuestros filósofos que exploran los fundamentos de nuestras ancestrales y renovadas creencias.

Volver los ojos y escuchar a los poetas que afilan la palabra  hasta convertirla en acerada hoja que penetra en lo más profundo de nosotros, los narradores de historias, contadores de cuentos o largas novelas, que nos cuentan las vidas que somos, las que fuimos, las que seremos, los pintores, con sus paletas, sus colores, sus formas, los fotógrafos que pintan con el objetivo de una cámara.

Porque puede que lo mejor que podamos hacer es comenzar a contar nuestra vida y todas las vidas del planeta de otra manera, no porque este mundo tenga o no tenga arreglo, ni porque queramos salvarlo o no, sino porque somos seres vivos, porque queremos vivir en paz con nosotros mismos, entre nosotros y con el resto de seres vivos.

Y todo esto, al calor de una pequeña tertulia. Como cualquier pequeña tertulia donde unos cuantos conspiradores se reúnen para hablar, escuchar, crear, cualquier pequeña casa de la palabra, todos los puntos de encuentro y los lugares donde pararse a construir un nuevo teorema del relato, del dialogo entre relatos, polifónicos, plurales, diversos, cada cual con sus habilidades, pero siempre respetuosos con la vida, con todas las vidas.

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