Manuel Rico ante el espejo

El proceso educativo nos permite recorrer el camino desde la dependencia más absoluta, en el momento de nacer, hasta alcanzar la autonomía personal. Podríamos decir que la educación consiste en adquirir el principio de realidad. Y no me refiero exclusivamente a la educación adquirida en centros educativos, sino a la cultura que adquirimos a través de todos los procesos de nuestra vida.

No hay una edad definida, ni un momento cierto en el que la realidad se convierte en camino en nosotros. Es más, hay quien no emprende ese trayecto por muchos años que cumpla, mientras hay quien, aún antes de alcanzar la mayoría de edad, ya ha abierto esa vereda.

Percibo ese momento iniciático en el poemario La densidad de los espejos, de Manuel Rico, que hemos presentado recientemente en el Ateneo 1º de Mayo de CCOO de Madrid. La Editorial El Sastre de Apollinaire ha asumido la tarea de publicar, de nuevo, el poemario con el que Manuel Rico ganó el Premio Hispanoamericano Juan Ramón Jiménez hace ya veinte años. Un momento que se revela el día en el que el hombre pisa la luna y el autor abandona el salón de la casa de su padre.

Los espejos son la metáfora, el instrumento, la disculpa, que utiliza Manuel Rico para alcanzar la conciencia de la relación de la historia personal, enmarcada en una historia colectiva, esa región terrible que extendieron los siglos. Esa región en la que tenemos que vivir y reconocernos.

La realidad no puede ser tan sólo una convención construida desde la razón. La ciencia, por sí sola, no permite la construcción de la realidad, porque, en definitiva es una elaboración humana, en un tiempo determinado. En nombre de la ciencia estuvo a punto de ser quemado Galileo y fue quemado Giodano Bruno.

No olvidemos que la Iglesia se aferraba a la realidad de la ciencia del momento, enfrentada a una difícil demostración del heliocentrismo. De la misma forma que hoy no es tan fácil entender la teoría de la relatividad de Einstein, frente a la simplicidad explicativa y mucho más sencilla de Newton.

Al final, el relato construido en torno a estos enfrentamientos, aparece trufado por mitos, interpretaciones, leyendas. Son muchos los estudiantes que responden que Galileo fue quemado y, cuando les preguntas quién le quemó, no dudan en responder que la Inquisición española. Ni murió quemado, ni aquella Inquisición era española.

A Galileo, Newton y Einstein, incorporamos ahora el principio de incertidumbre de Heisenberg que nos impide conocer, al mismo tiempo la posición y la velocidad. Y, aún más adelante, nos atrevemos con el recientemente fallecido Stephen Hawking y le seguimos por sus agujeros negros, sus viajes en el tiempo a través de agujeros de gusano y la posibilidad de concebir universos paralelos, organizados en multiversos.

Desde este escenario de la razón, habrá que empezar a pensar que también la poesía, la imaginación, la memoria, los recuerdos, el sentimiento, las necesidades, el misterio, ayudan a conformar la imagen que nos devuelve el espejo. Cuando las ciencias de la física, la matemática y las ciencias humanas no dan más de sí, la poesía, la escritura, el arte, las artes se convierten en formas de interpretar la vida, de integrarla y asumirla,  con toda su complejidad.

Manuel Rico nos ofrece mucho más que un poemario. Es Manuel Vázquez Montalbán el que al hablar sobre el libro explica que nos encontramos ante un poemario, pero sobre todo ante un relato. Un poeta-personaje que nos devuelve a la infancia, a la casa del padre, a los olores a resina y campo, al sabor a ceniza de las mañanas.

Sus espejos nos devuelven la densidad de la luz enquistada de la imagen de quienes fuimos ayer, de los otros, del que tuvo el precario poder de lo imposible entre los dedos. Nuestra imagen de la infancia y de un tiempo de la niebla en la que fuimos otros, cuando el tiempo aún no existía.

Los espejos que nos enfrentan a la conciencia de la devastación del tiempo, al miedo, el desgaste de las hendiduras de la piel golpeada por los viejos temporales, el viento insumiso, la degradación de la luz inocente del principio. Los espejos nos hablan de aquella huidiza estancia, a veces identificada con la infancia, donde habita la diosa cruel a la que llamamos dicha o felicidad. Ese lugar en el que siempre somos inquilinos.

La Densidad de los Espejos es un libro necesario, hoy más que ayer, escrito por Manuel Rico, uno de nuestros poetas imprescindibles.

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