Cumpliría 100 años por estos días si no hubiera sido asesinado en condiciones que nunca han sido bien aclaradas, ni en sus motivos, ni en sus causantes, ni en las circunstancias que rodearon aquel crimen. Murió Pier Paolo Pasolini, brutalmente apaleado, en las inmediaciones de Ostia, cerca de Roma, una noche de noviembre de 1975.
Un discreto monumento conmemora su muerte en el litoral de Ostia. No lo he visto nunca, sólo en fotografías, o en aquella hermosa película, Caro Diario, en la que Nanni Moretti llega con su Vespa hasta el lugar donde fue golpeado hasta morir, para encontrar una estatua siempre deteriorada por golpes, pintadas, insultos entre los que nunca falta “cerdo comunista”, o “maricón”.
En algunas placas que rodean el monumento quedaron grabados algunos de los poemas de Pier Paolo Pasolini, entre ellos:
Solo, o casi, en la vieja orilla
entre ruinas de antiguas civilizaciones,
Ravenna
Ostia, o Bombay – es lo mismo –
con dioses desapegados, viejos problemas
– como la lucha de clases –
que
disolver…
Pasolini era un mito en mi juventud, en los comienzos de la Transición española, por muchas razones que tenían que ver con un cine desconocido para nosotros y con su capacidad de subvertir cuanto hasta ese momento nos había sido impuesto por los grises y tristes designios de la dictadura.
Aquellos personajes medievales, desnudos, reconocibles, humanos, que nos va desvelando como si estuviéramos en un cuentacuentos a lo largo de su Trilogía de la vida, compuesta por las películas El Decamerón, basada en la obra de Giovanni Boccaccio, Los cuentos de Canterbury, del escritor y filósofo Geoffrey Chaucer, o Las mil y una noches, que recoge algunos cuentos eróticos del famoso libro oriental.
Su mirada hacia la vida de Jesucristo en El Evangelio según San Mateo, es profundamente marxista y bebe en el neorrealismo italiano, pero se adentra en el dolor y la tragedia del ser humano enfrentado a su destino. Una película reconocida por la Iglesia Romana como uno de los mejores relatos rodados sobre la vida de Cristo.
Pasolini era también para nosotros la capacidad de llevar al cine las grandes tragedias como Medea, o Edipo Rey. Era una visión cercana de las pasiones humanas, la degradación, el sadismo, las miserias del ser humano. Nos enseñó la frontera entre la pornografía y el erotismo en Salò o los 120 días de Sodoma, en la que recupera la obra del Marqués de Sade, Los 120 días de Sodoma, o la escuela de libertinaje, y la sitúa los últimos días del fascismo italiano, en la famosa localidad del Lago de Garda, la llamada República de Salò.
Aquel cine de Pasolini era un descubrimiento para nosotros, como luego descubriríamos sus ensayos, su teatro y, sobre todo, su poesía, entre la que recuerdo especialmente Las cenizas de Gramsci, o Poesías en forma de rosa. No es cristiano, muestra su crítica del poder y del dinero de la Iglesia. No quiere idealizar la pobreza, pero no puede ocultar su cercanía, su simpatía, su elección de la gente sencilla, de los pobres.
Tal vez por eso eligió ser comunista, aún a sabiendas de que su homosexualidad no sería bien vista en el Partido Comunista Italiano y le conduciría a vivir siempre en las fronteras, fuera de la comodidad que conceden las murallas del partidismo sometido a las visiones y las decisiones colectivas, incluso cuando hablamos de un partido comunista como el italiano, cada vez más alejado, por aquellos años, de Moscú y de la dictadura del proletariado.
Le mató un joven chapero, o varios, o unos asesinos a sueldo de una conspiración de mafiosos, o a sueldo de políticos Sus asesinos acabaron con un hombre incómodo, crítico, molesto, irritante, no tanto por sus formas, sino por su propia presencia, por la expresión de la fastidiosa y perturbadora libertad.
Hubiera cumplido 100 años por estos días, pero él mismo terminó el poema que antes he citado, el que aparece en una de las placas que rodean su siempre maltratado monumento, de forma profética:
Como un partisano
que murió antes de mayo del 45,
empezaré a descomponerme lentamente,
en la desgarradora luz de ese mar,
poeta y ciudadano olvidado.
Merecemos volver a ver las películas de Pasolini, nuestros descendientes merecen la oportunidad de descubrirlas y ellos y nosotros necesitamos su poesía para alimentar nuestro amor a la vida, nuestras ansias de libertad, nuestra compasión y nuestra voluntad de ser y de vivir en Paz.
En los tiempos que corren la herencia que nos legó Pier Paolo Pasolini, en Ravenna, Ostia, o Bombay, eso ya da casi igual, es rica y abundante. No la desperdiciemos.