Recuerda a Lenin

Ahora, el 21 de enero, se cumplen 100 años del fallecimiento de Vladimir Illich Uliánov, al que todos conocían como Lenin, que parece que quiere decir que era originario del río Lena, el río más importante de Siberia. No es cierto que aquel Vladimir fuera originario de Siberia, sino de una ciudad llamada Simbirsk, en la confluencia del Volga y su afluente el Sviyaga. La ciudad fue luego rebautizada como Ulianovsk, en honor a su hijo más conocido.

En cualquier caso, el alias de Lenin era uno más entre los más de 150 que usó Vladimir a lo largo de su vida. Era moneda común, un hecho frecuente, en aquella Rusia, que los revolucionarios clandestinos adoptaran continuos, cambiantes y extraños apodos. Así pues, Lenin no se llamaba Lenin, como tampoco Stalin se llamaba Stalin, ni tan siquiera Trotsky era el nombre real del jefe del ejército rojo.

Pocas celebraciones parece que van a conmemorar el centenario de la muerte de aquel hombre que cambió el curso de la Historia, convocando, organizando y llevando al triunfo la primera revolución de la clase trabajadora, en un lugar donde ni Marx, ni Engels, pensaron nunca que pudiera producirse.

Una revolución en la imperial, oriental, atrasada y empobrecida Rusia de los zares. Un país embarcado en guerras constantes a derecha e izquierda del extenso territorio que ocupa en el mapa, entre los imperios alemán y japonés.

Fueron precisamente la guerra con Japón en 1904 y la humillación sufrida por las derrotas del ejército zarista, las que desencadenaron la Revolución de 1905, que con sus alzamientos populares, huelgas obreras, revueltas campesinas, descontentos militares y actos terroristas, obligaron al Zar Nicolás II a convocar la Duma.

La Duma era la asamblea convocada a regañadientes para calmar los ánimos y afrontar un proceso de negociación de la paz tras la evidente derrota militar. Sin embargo, el Zar acabó aceptando un régimen constitucional en permanente confrontación con un emperador que no quiere dejar de ostentar un poder absoluto. Aquella revolución fue considerada por Lenin como el ensayo de la que se desencadenaría en 1917.

El Zar había ejecutado a su hermano y el joven Lenin se esforzó en estudiar en la universidad, obtener el título de abogado, ejercer en San Petersburgo, mientras se apuntaba a los movimientos revolucionarios a su alcance. Su verdadero maestro fue Plejánov, aquel bakuninista forjado en la anarquista Tierra y Libertad y que acabó acercándose al pensamiento de Marx y Engels, cuando comprobó que el anarquismo derivaba hacia el terrorismo de las bombas.

El proceso de organización de grupos marxistas condujo a Plejánov al exilio en Ginebra y a la posterior participación en la fundación del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso. Comienzan las detenciones y deportaciones de Vladimir Illich Uliánov, su exilio en Ginebra y en varios países europeos, su actividad incansable para difundir las ideas marxistas, creando junto a Plejánov, la revista Iskra, La chispa.

Es entonces cuando comienza teorizar que la revolución tal vez podría triunfar en un país como Rusia, no por el fuerte poder de la clase obrera, sino por el trabajo incansable de una vanguardia revolucionaria y bien organizada. Eso le llevará a protagonizar la escisión del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, creando la facción Bolchevique, o minoritaria, enfrentada a la Menchevique, o minoritaria. Le gustaba decir,

-La revolución no se hace, sino que se organiza.

Georgi Plejánov, que acumulará 37 años de exilio, en principio se muestra cercano a Lenin, aunque luego recela de los bolcheviques. Cuando puede regresar a Rusia, tras muchas décadas de exilio, lo hace para chocar con sus antiguos amigos y morir en 1918, durante un nuevo exilio en Finlandia.

Murió no sin antes profetizar un futuro de guerras civiles en Rusia y desconocedor de los honores póstumos y el entierro multitudinario que Lenin tenía preparado para él en Petrogrado, la rebautizada San Petersburgo, que tras la muerte de Lenin pasaría a denominarse Leningrado.

La memoria de Lenin goza de mejor salud que la Stalin, su temible sucesor que convirtió su reinado en un corolario de sangre, checas, torturas, ejecuciones y gulags. No fue, probablemente, el futuro que había soñado Lenin para la revolución, pero es lo que ocurrió a causa, entre otras cosas, del desarrollo de su pensamiento político, que terminó por confundir dictadura del proletariado con dictadura del Partido y dentro del Partido, la dictadura de la cúpula dirigente, la nomenclatura.

Nunca entendió Lenin la advertencia de Engels,

-Últimamente, las palabras «dictadura del proletariado» han vuelto a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!

Pese a todo Vladimir Illich Uliánov, alias Lenin, goza de un mejor recuerdo porque tuvo un papel protagonista en el final de la dictadura zarista, en la paz con Alemania y en el mantenimiento de la unidad de un imperio diverso, plural, de culturas tan distintas y tan difícil de mantener cohesionado, tal y como ha demostrado la sucesión imparable de confrontaciones desencadenadas tras la caída del muro de Berlín.

Ningún gobernante ruso, por autócrata que sea, quiere identificarse con Stalin, el hombre de acero, el padrecito de muchos, el asesino de millones, incluido el de su rival en el exilio mexicano, Leon Trotsky. Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, el georgiano al que le gustaba tomar prestado el nombre de Koba,  el héroe de su tierra. Stalin, al que muchos conocieron como Koba el Temible, como nos recuerda el recientemente fallecido Martin Amis.

No están las cosas en Rusia para andar conmemorando demasiado, pero más allá de los festejos, haremos mal, allí y en el resto del planeta, echando tierra sobre nuestra memoria, sobre un pasado de grandes aciertos y terribles errores. Haremos mal cerrando los ojos para no ver que las convulsiones que originaron la revolución rusa no son muy distintas de las que amenazan, acechan y asedian nuestras vidas en el conjunto del planeta.

Haríamos mal, cien años después de su muerte, en no recordar a ese joven herido por el odio al zar que había asesinado a su hermano y dispuesto a jugarse la vida organizando una revolución sobre la que escribió aquel magnífico periodista estadounidense, John Reed, tras su experiencia rusa de aquellos días, en su magnífico libro, Diez días que estremecieron al mundo.

Haríamos mal, digo, pero probablemente lo hagamos de nuevo mal, mientras la historia vuelve a su eterno retorno y a la repetición de todos y cada uno de nuestros viejos errores. A fin de cuentas, ya lo dijo el propio Marx,

-La historia se repite dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa.

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