Un joven llamado Pedro Patiño. En reivindicación de la memoria.

Un día escribí que era aquel un tiempo de silencio, como el de la famosa novela. El franquismo fue un tiempo en el que los hijos de los vencidos hablaban en susurros que flotaban en los pequeños cuartos de estar.  Los nietos de los vencidos captábamos algunas palabras al vuelo. Algo estaba pasando a nuestro alrededor, algo que ninguno de nosotros, nietos de vencidos podíamos saber, porque saber era poder hablar en algún momento, buscar problemas para la familia.

Nos asombramos de que hoy los hijos no sigan los pasos de sus padres, pero en aquellos tiempos, hace medio siglo, no era fácil tirar del hilo de los murmullos para encontrar el camino. La conciencia del pasado se sustenta en la libertad para contar nuestra historia, nuestras historias. Algo que hace medio siglo no teníamos y que medio siglo después parecemos haber olvidado.

Pese a todo, en aquellos tiempos, allí, hasta Villaverde, llegó la noticia corriendo de boca en boca, cruzando calles, subiendo pisos, barajada en mesas donde se jugaba a las cartas, en los mostradores del mercado, de la tabernas, murmullos transportados hasta Atocha en las camionetas madrugadoras, o volviendo de los trabajos en las camionetas trasnochadoras.

Guardias civiles habían matado a un tal Pedro Patiño, en las obras de Zarzaquemada, mientras repartía propaganda de la huelga de la construcción. Luego nos llegó aquella foto de un hombre joven, sentado, sosteniendo a su hijo, mientras su hija mira risueña hacia la cámara. Era la foto que fue pasando de mano en mano. Un hombre muerto por reivindicar derechos laborales en un país sin derechos laborales, ni sindicales, ni de huelga, ni de manifestación. Un hombre muerto por pedir la libertad de otro hombre, Paco García Salve, el cura obrero, el Cura Paco, detenido en aquellos días.

Aquellos hombres tan jóvenes eran sindicalistas de las ilegalizadas Comisiones Obreras, muchos de ellos miembros del clandestino Partido Comunista de España. Se jugaban la libertad y la vida por la libertad da cada mujer y de cada hombre, por la dignidad de nuestras vidas.

Por eso, cuando un día fuimos libres de nuevo, como lo habíamos sido muy pocas veces en nuestra historia, cuando las Comisiones Obreras fueron legalizadas, después de haberlo sido el Partido Comunista, allá por la primavera de 1977, las Comisiones Obreras de Madrid dimos el nombre de Pedro Patiño a la Escuela que creamos para formar sindicalistas, mujeres y hombres que supieran de derechos laborales, de libertad sindical, convenios colectivos, interpretar una nómina, negociar un convenio, defender los valores del trabajo.

Mujeres y hombres dispuestos a defender derechos en libertad con las únicas y pacíficas armas de la negociación, la manifestación y la huelga. Pedro Patiño, Dolores Sancho, su mujer, formaban parte de aquellos miles de mujeres y hombres que, como Josefina y Marcelino, construían vidas familiares, criando a sus hijos, a caballo de despidos, detenciones, procesos judiciales, cárceles y miedo a perder la vida.

La democracia que conquistaron para nosotros se ha tomado con mucha, irresponsable, y absurda tranquilidad, el reconocimiento de la injusta persecución y muerte de un joven como Pedro Patiño que hoy tendría 83 años, muerto “en defensa de su actividad política”.

Hubo que esperar hasta el año 2009, casi 40 años después del asesinato, tras la aprobación de la Ley de Memoria Histórica de finales de 2007, para que un gobierno pusiera negro sobre blanco unas cuantas frases de reconocimiento de aquella terrible injusticia.

Con todo, la peor de las injusticias es siempre el olvido, el silencio, la muerte de nuestra memoria. Un centro de formación en Getafe, una calle en Leganés, la Escuela Sindical de CCOO de Madrid, algún acto de recuerdo al cumplirse las décadas, el cuarto de siglo del asesinato, ahora las CCOO de Madrid han organizado un acto con motivo del 50 aniversario, pero parece obligado que las instituciones se tomen en serio estos reconocimientos obligados a quienes dieron la vida a cambio de las nuestras, de todas las nuestras.

Las botas militares y policiales impusieron un tiempo de silencio, un exilio interior, pero nuestro tiempo vive la tristeza del silencio asumido, la memoria empozada, como mucho la cultura del olvido programado y selectivo de los nuestros, de nuestra conciencia de clase, del ejemplo de las vidas que protagonizaron las luchas que fueron y que, sin embargo, no alimentan las luchas que serán.

El eterno debate de la memoria como explicación razonada de unos hechos, la memoria literal, frente a la memoria ejemplarizante de la que podemos aprender para conseguir avances y evitar errores a veces terribles. Utilizar la memoria literal con fines partidistas, instrumentales, en lugar de convertirla en patrimonio de todas y de todos es un error de bulto.

Un debate que resolvimos desde el primer momento cuando decidimos crear la Fundación Abogados de Atocha para mantener viva la memoria de cuantos defendieron y defienden los derechos y las libertades, aprendiendo de su ejemplo y contribuyendo así a abrir las grandes alamedas por las transiten mujeres y hombres para construir una sociedad mejor.

Algo que siempre nos recuerda Alejandro Ruiz-Huerta, Presidente de la Fundación y sobreviviente del asesinato, del atentado ultraderechista contra  los de Atocha, cuando invoca las palabras de Paul Éluard,

-Si el eco de su voz se debilita, pereceremos.

Porque de eso va el ejercicio de la memoria, de mantener vivo el orgullo de personas como aquel joven Pedro Patiño y su joven mujer, Dolores Sánchez, aún entre nosotros, para sentirnos más fuertes, más unidos, más comprometidos, mejor preparados para sobrevivir.

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