Vámonos de centenarios

n estos días fuera del tiempo, en los que vivimos en espacios limitados y restringidos, inmersos en los ciclos vitales, trastornados por el ir y venir de los confinamientos, del desesperado discurrir de las estaciones, se nos han echado encima varios centenarios surgidos de detrás de cualquier efemérides.

Diez años de la muerte de Marcelino Camacho, ciento diez años del nacimiento de Miguel Hernández en Orihuela, o los ciento once del nacimiento de Largo Caballero. Hay muchos más, pero dejadme que los reserve para nuevos artículos y no alargue demasiado éste. Además cada una de estas efemérides convoca en mí recuerdos anclados en mi memoria, tal vez ocultos, pero no desaparecidos.

Marcelino siempre me trae a la mente el hombre sereno, amable, como el viejo maestro que una y otra vez insiste a sus alumnos en la necesidad de aprender, hasta que los chavales descubren, por sí mismos que, efectivamente, hay que aprender cuanto es necesario para vivir y que no se puede andar a la última pregunta, que cuesta dejar de hablar de oídas y aportar algo nuevo que sea mejor que permanecer callado.

Miles de personas desfilando por el salón de actos al que dimos su nombre, Auditorio Marcelino Camacho, el pueblo elige a aquellos a los que concede el favor de su memoria, su afecto y su recuerdo y Marcelino era y sigue siendo uno de esos. Y no es que crea yo que Marcelino era infalible, a la manera en la que el Papa lo es cuando habla de asuntos de fe, pero fue honesto y coherente y eso prevalece sobre cualquier otra consideración en las valoraciones profundas de los pueblos.

Desgarra la piel de mi recuerdo Miguel Hernández. Su Perito en Lunas, poemas de adolescencia y otros poemas, sigue formando parte de mi atestada y desordenada biblioteca, fue uno de los primeros libros que sacó uno de los hermanos Portugués de la parte trasera de la librería, el mismo Pepe Portugués, que años después, me dijo un día,

-Me gustaría decirte que aquellos libros que salían del pequeño almacén estaban envueltos en papel de ilusión y miedo.

Espinela, así se llamaba la librería, Espinela, por la calle de Villaverde en la que la habían abierto aquellos trabajadores de las oficinas de Barreiros que dedicaban los ratos libres a vender material escolar como tapadera para vender libros que venían de lugares como Buenos Aires, porque no podían ser editados en España.

Ahí sigue Miguel Hernández, su espléndida vida de cabrero pobre enamorado de la poesía y de, casualidades de la vida, como Marcelino, de otra Josefina. Ahí mismo su trágica muerte, dentro de mí, que no dejo de ser un nieto pobre de cabreros toledanos y canteros del Guadarrama. Un Miguel que acechaba la luna mientras pelaba cebollas y alentaba vientos del pueblo, esperando la llegada inevitable del rayo que nunca cesa en la casa de los niños yunteros, que han sido, que son, mientras escribe su romancero de ausencias.

En estos días en los que las piquetas del alcalde de Madrid destruyen placas dedicadas Miguel y a quien fuera Presidente del Consejo de Ministros de la legítima y legal República española que resistía el golpe de Estado del último espadón triunfante, gracias a la ayuda de los fascismos europeos, Francisco Largo Caballero cumple 111 años.

La actitud mediocre del alcalde con la complicidad de su primera teniente de alcalde han colmado las aspiraciones de una ultraderecha envalentonada, cuyo voto necesitan las coaliciones de derechas que gobiernan algunas comunidades y ayuntamientos. Dan alas a esa derecha neofranquista que aspira a imponer el desprecio de la historia, anima a través de las redes sociales a tomar violentamente las calles, o pintar y destruir monumentos que reconocen a personas ilustres como Miguel Hernández, Indalecio Prieto, o el propio Largo Caballero.

La desmemoria, el olvido, la ignorancia, son imprescindibles para el triunfo de los populismos, el éxito de los fascismos. Hay quienes se asombran de que mucho más de la mitad de los españoles no sepan quiénes son Miguel Ángel Blanco, Ortega Lara, Irene Villa. Esa es la noticia, pero son muy pocos los que se paran a pensar qué sabemos de nuestra historia democrática, mucho menos de la historia que se proyecta hacia el siglo pasado.

Mucho me temo que los abogados Villacís y Almeida, nunca estudiaron en sus colegios y oyeron muy poco en casa de estos años de la historia de España. Muy poco de Miguel Hernández, poco y mal de Largo Caballero y muy tangencialmente de Marcelino Camacho. Y es que en los centros educativos se llega deprisa y corriendo al siglo XX, salvo honrosas excepciones.

En cuanto a las familias, el silencio con respecto a lo trágico de nuestra Historia sigue siendo tan frecuente como lo era en tiempos del franquismo, como si conocer nuestros errores y nuestros fracasos pudiera convocar a los fantasmas del pasado, o producir más errores y fracasos, nuevos desastres, cuando todos sabemos que cerrar los ojos y taparse los oídos, sólo puede conducir a la repetición de los mismos.

Hablemos de nuestra historia, recordemos a quienes nos precedieron, aprendamos de sus errores y de sus aciertos, sigamos sus mejores ejemplos y procuremos evitar sus equivocaciones. En ello nos va el futuro.

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