Las revoluciones industriales siempre han venido acompañadas de miedo, prevención y alarma ante la posibilidad de que las máquinas terminasen con los puestos de trabajo. La palabra ludita sirve para definir a los seguidores de Ludd que quemaban las primeras cosechadoras y máquinas textiles de vapor.
Hay historiadores que consideran que la dispersión industrial en Inglaterra convirtió el movimiento ludita en una especie de variedad violenta de una negociación colectiva imposible. Algo de razón deben de tener porque la verdad es que aquellos mineros, trabajadoras del textil, o los campesinos, no tenían nada contra las máquinas, sino más bien contra quienes hacían imposible que los avances productivos se tradujeran en mejoras económicas y sociales para ellos y sus familias.
Lo que tenían claro aquellas buenas gentes era que, lejos de un mayor bienestar general, se producía un mayor empobrecimiento a causa del aumento de los precios, el desabastecimiento de mercancías y las guerras continuas. La emigración a las grandes concentraciones urbanas, hacinados en infraviviendas, sometidos a una brutal contaminación.
De la misma manera la ciudadanía de hoy en día comprueba cómo las mejoras tecnológicas traen empleos más precarios, salarios más bajos, deterioro de la protección social, aumento de las desigualdades y degradación de las condiciones de vida. No es que lo uno tenga que ver mecánicamente con lo otro. Pero el hecho el que el 72 por ciento de los ciudadanos europeos teme que los robots les terminen robando el puesto de trabajo.
Puede ser que haya quien argumente que la robotización, la inteligencia Artificial, la automatización de determinadas tareas están demandando nuevos profesionales, otro tipo de empleos y nuevas cualificaciones en campos tan diversos como el transporte, la educación, las industrias, o la sanidad. Es verdad. Igual que en anteriores revoluciones industriales, desaparecieron unos puestos de trabajo y nacieron otros nuevos.
Pero esta revolución tecnológica tiene algunas características que no tuvieron las anteriores. En primer lugar es mucho más rápida. Antes los cambios se producían durante décadas, afectando a varias generaciones consecutivas, mientras que hoy los cambios productivos, los nuevos productos y su comercialización son tremendamente rápidos. En principio los productos son mejores, más baratos y podría significar aumento de la demanda y más empleos, pero no necesariamente es así.
La innovación puede determinar que unas empresas arrasen en los mercados y que otras desparezcan perdiendo puestos de trabajo, al tiempo que las plantillas estables de esas empresas tienen menos importancia en las nuevas plataformas, que pueden utilizar trabajadores que no forman parte de la empresa y que trabajan en línea.
Otro fenómeno novedoso y negativo es que los aumentos de productividad debido a la implantación de las nuevas tecnologías no está teniendo la misma repercusión en la mejora de los salarios. Las brechas salariales se agrandan. No sólo las de género sino las derivadas de componentes demográficos como la edad. Adaptarse a las nuevas demandas de cualificación y a las nuevas condiciones de trabajo será más difícil para quienes tienen más edad.
Parece que todo nuevo avance en el pasado contribuía a acabar con trabajos a aburridos, mecánicos, rutinarios que ahora podían ser realizados por la máquina. Ahora, sin embargo, son muchas las tareas de alta cualificación que pueden ser realizadas por las máquinas en muchos sectores, mientras que muchos trabajos penosos y de baja cualificación no parece que vayan a ser sustituidos por las máquinas.
No hay estudios concluyentes ni experiencias universales. Los que se van realizando en Europa parece que indican que la llegada de los robots (la tecnología, la automatización) se está traduciendo en cambios en las formas de trabajo, los horarios, la distribución de jornada, los salarios, o las necesidades de formación, pero sin efectos claramente negativos sobre el empleo.
Sin embargo esa no es la situación en todos los lugares del planeta. De hecho se constata que la capacidad de creación de nuevo empleo a través de la Inteligencia Artificial y la innovación está siendo muy limitada y no compensa, en muchos casos, la cantidad de empleo que hace desaparecer.
Estamos en los comienzos de una revolución que va a transformar nuestras vidas, nuestros empleos, nuestras relaciones sociales. Parece que es pronto para hacer un balance, pero también en esto tenemos que cambiar nuestra manera de ver las cosas, porque bien podría ser que para cuando creamos estar en condiciones de establecer juicios de valor nos encontremos con que los cambios son ya irreversibles, o que estemos valorando y juzgando cosas del pasado. Incapaces ya de controlar los impactos que se hayan producido.
Debemos saludar que desde todos los ámbitos, sociales, religiosos, sindicales, económicos, políticos, se vayan creando espacios de reflexión, capaces de trabajar en red, dialogar, intercambiar, elaborar propuestas, impulsar cambios y medidas no exclusivamente de control, sino de orientación de los cambios tecnológicos, de la Inteligencia Artificial, hacia el bienestar de las personas y no hacia las guerras, por muy comerciales que se nos presenten.