El pasado es esa sombra que nos marca cuál de los futuros es el posible. Con esta frase de André Guide, Manuel Aguilar Hendrickson comienza su intervención en el curso «Pasado, presente y futuro de la democracia en España», organizado por las Fundaciones Abogados de Atocha y Ateneo 1 de Mayo, en el marco de los Cursos de Verano de la Universidad Complutense en El Escorial.
Hay más elementos de continuidad entre pasado y presente de los que quieren hacernos creer. Las raíces de la corrupción no se encuentran sólo en el franquismo, sino también en el modelo de política y sociedad que diseña el Estado Liberal del siglo XIX. En el caso de los servicios sociales, algo parece que no cuadra entre las intenciones de cambio y el modelo de ciudadanía social que hemos alcanzado.
La pobreza ha sido una situación endémica del Estado Liberal español, que se atendía desde la beneficencia. El Estado Social, o del Bienestar, estaba ya diseñado o escrito durante el desarrollismo franquista de los años 60, cuando nace la primera ley de convenios colectivos. Es también el tiempo en que se dieron los primeros pasos en la Seguridad Social. El Opus Dei recoge los programas democristianos, sin el «demos», sin democracia.
Se conciben estos derechos, como derechos de los trabajadores cotizantes, que son los que adquieren derechos, mientras que los pobres reciben la cobertura de un segundo nivel de protección. Se verá reflejado en el futuro Estado Autonómico, con protección contributiva para los primeros desde el Estado y para los segundos, desde las Comunidades Autónomas.
En medio se genera el hueco de los que tienen prestación contributiva y la pierden, o los que permanecen en la pobreza, pero podrían pasar al primer nivel, si accedieran a un empleo. La nueva realidad de la inmigración acarrea un nuevo problema para determinar las fronteras entre los dos espacios.
La beneficencia no es caridad voluntaria. Es una acción pública obligatoria encaminada a asegurar una atención, aunque no tengas derecho a ello. La beneficencia se convierte en una pérdida de mayoría de edad que te sitúa en una situación de tutela. Quien pierde el derecho a una prestación, ha perdido,en algunos países, su derecho a voto. Son instituciones, normalmente religiosas, las que controlan y vigilan esas ayudas, para que el pobre «no lo gaste en vino».
Los Servicios Sociales han terminado asumiendo esa función, aunque cambian las leyes, los lenguajes y las formas. Pero, a poco que rasques, tras las palabras y la formación universitaria de las y los profesionales, han pervivido elementos esenciales de la antigua concepción. No han cambiado mucho ni las competencias municipales o de las diputaciones. Hay, además, declaraciones genéricas de derechos, pero no hay derechos concretos reconocidos.
Investigadores como Joan Cortina, ponen de relieve cómo muchas de estas prestaciones son condicionadas y discrecionales. En algunos lugares como País Vasco, Navarra, o Madrid, se ha reforzado el concepto de derecho, pero con muchas posibilidades de seguir modulando discrecionalmente el número de beneficiarios. Depende quien te atienda, o dónde te atienda, tendrás un trato u otro.
Esta relación tutelar de quienes entran en el carril de los pobres, se corresponde también con un bajísimo nivel de movilización y organización política y social de estos sectores. Una participación que tampoco se alimenta desde los servicios sociales. La labor de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas ha demostrado, por poner un ejemplo, que la organización de estos sectores no es imposible.
Estamos ante una crisis distinta a otras. No podemos salir sin Europa, pero no hay instrumentos europeos vinculados a la ciudadanía. Además nuestro modelo productivo, asentado en lo inmobiliario, ha fracasado. Y todo ello con poderosos sectores económicos que reclaman menos protección.
Además, mientras que en 1987 el 57 por ciento de las personas paradas eran hijos o hijas que vivían en el hogar y tan sólo el 23 por ciento eran la persona principal, en 2008 las personas paradas que ocupan el papel de sustentadores esenciales del hogar, son ya el 38 por ciento.
Hoy nuestra tasa de paro es mayor, pero no mucho más que en 1996. Con la diferencia de que las familias con todos sus miembros en paro es mucho mayor y que el nivel de personas paradas, sin cobertura de prestación alguna, son muchas más.
Al contrario que en países como Alemania, Suecia, o Francia, en España, durante la crisis, los pobres han empeorado su nivel de renta, mientras que los ricos son más ricos. El impacto del paro y los recortes sociales está destrozando la sociedad española. No es lo mismo despedir, que reducir jornada y salario. No es lo mismo dar una prestación a la persona desempleada, que negarle el pan y la sal.
Hay varios problemas serios y graves. El tipo de economía que hemos desarrollado a los largo de los últimos 30 años, no garantiza la seguridad en el empleo, ni en la vida de las personas. Cuando la flexibilidad se convierte en elemento central, los flotadores desaparecen y la gente se hunde. Respuestas como la flexiseguridad danesa no son mecánicamente aplicables en todos los países. No hay respuestas cerradas y universales.
Una medida para corregir la situación, tiene que ver con la vivienda y su concepción de bien de primera necesidad y no un bien para comprar y vender. La vivienda como derecho es una realidad en países como Alemania, mediante el alquiler social. Tener vivienda matiza mucho los efectos de la crisis. Hay que sacar la vivienda del circuito de la especulación, mediante sistemas de alquiler público y social a precios razonables.
Lo segundo sería, una garantía de rentas. Las rentas mínimas sólo han funcionado correctamente en comunidades como el País Vasco. Hay que ver cómo se engarza el modelo para toda España. Hay que aceptar, como en el País Vasco, que las rentas mínimas no las van a necesitar en el futuro el 1 por ciento, sino trabajadores y trabajadoras en paro, e incluso en activo, siguiendo el modelo francés, o el modelo alemán y utilizando complementos de rentas. Cuando los empresarios españoles hablan de minjob no introducen estos complementos de rentas.
Habría que abordar, sin miedo, la universalización de las prestaciones de garantías de rentas, como ya ocurre en otros países. La prestación por hijo a cargo, independientemente de la renta, por ejemplo. Esa prestación sería imponible por encima de determinados niveles de renta.
Hay que impedir que cunda la separación entre los honrados trabajadores y los sospechosos pobres. La universalización de las prestaciones puede jugar a favor de romper esta interesada dicotomía que intentan imponernos. Y lo que hablamos de los menores, podría trasladarse a los mayores, con una pensión universal de partida, mejorable en función de las cotizaciones sociales producidas a lo largo de la vida.
Cabría llevar el debate de la universalización de las rentas a las personas adultas, incluidas las personas que trabajan.
Son debates abiertos, complicados en su propia concepción y desarrollo, pero no debemos esquivarlo. No debemos permitir que la crisis se lleve por delante los derechos conquistados y permitiendo el retorno a la beneficencia, la sopa boba y el kilo solidario. Tras la «solidaridad» concebida como beneficencia, se esconde mucho buenismo y lavado de conciencia que poco tiene que ver con los derechos.
Como en el caso de Manuela Carmena, en la anterior ponencia, rigor en el análisis y valentía en las propuestas. Es el momento del debate libre y de defender derechos, aglutinando a la sociedad en torno a propuestas compartidas.
Francisco Javier López Martín