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Ya sé que son muchos los que se aprestan a tomarse unas merecidas vacaciones. Muchos ya las disfrutan, otros se preparan para ellas y los menos afortunados se aprestan a diseñar estrategias para pasar los calurosos días del verano, compatibilizando el trabajo con las responsabilidades familiares y combatiendo los rigores climatológicos, especialmente duros en esta ocasión.
Sin ánimo de distraer, ofender, o amargar el día, no me resisto a trasladar las conclusiones del Informe Mundial sobre Trabajo Infantil, correspondiente al año 2015, elaborado por la OIT. Porque basta mirar un momento hacia atrás para comprobar que lo que, para muchos de nosotros, es un duro y caluroso verano, supone para otros muchos, en este planeta, un indecente verano, cargado de ignominia y de indignidad.
Cuenta el informe que en este planeta existen 168 millones de niños y niñas víctimas del trabajo infantil y que 75 millones de jóvenes de entre 15 y 24 años se encuentran desempleados. Por ello, en esta ocasión, en la OIT, dedican su informe anual al trabajo infantil en el grupo de edad de 15 a 17 años, deteniéndose en analizar las consecuencias del abandono escolar prematuro, la difícil transición entre estudios y trabajo, sus consecuencias sobre la decencia o indecencia del empleo, incorporando algunas estrategias y propuestas para mejorar las políticas, luchar contra el trabajo infantil y corregir el déficit de trabajo decente para los jóvenes.
Son muchos los niños que a la edad de 15 años abandonan los estudios y se adentran en la selva del trabajo. La pobreza, la vulnerabilidad social, la baja calidad de la educación, o las dificultades para acceder a la misma, las presiones sociales relacionadas con el género, explican en buena parte este proceso.
Las consecuencias sobre la salud, la seguridad y el desarrollo son inmediatas. De hecho, muchos de ellos corren el riesgo de quedar totalmente excluidos del mundo del trabajo de por vida. Cuando menos, de un empleo estable, seguro y con derechos laborales reconocidos. Su vida laboral, con mucha probabilidad, se caracterizará por ir ocupando puestos de trabajo de muy corta duración, alternados con largos periodos de desempleo.
Dar oportunidades de empleo a los jóvenes, aparece como un elemento esencial para evitar estos riesgos. Las buenas expectativas de empleo juvenil animan al estudio, mientras que las escasas oportunidades de empleo lo desincentivan. También el modelo de desarrollo tiene mucho que ver. Allí donde se necesita empleo cualificado, en términos generales, disminuye el trabajo infantil y crece la escolarización.
El informe presenta algunos ejemplos. La mejora de los sistemas de cultivo en algunas zonas de la India se traduce, casi de inmediato, en mayor demanda de educación, al percibir los beneficios inmediatos de la misma. El crecimiento de la industria de la tecnología informática en este país ha producido un aumento de la demanda de trabajadores cualificados y, en consecuencia, un incremento en las matrículas escolares.
El desarrollo del sector de la confección en Bangladesh ha beneficiado a las mujeres, asociando la educación con mejores condiciones de trabajo y produciendo un aumento de la escolarización de las niñas, directamente proporcional a la expansión del sector de la confección.
La situación en países como México, República Dominicana, o Madagascar, permite constatar que cuando se ofrecen oportunidades de trabajo de baja cualificación a los jóvenes, el nivel de estudios disminuye, mientras que si los empleos que se ofrecen requieren alta cualificación, aumenta la demanda de formación. Además, la información adecuada, puede persuadir a las familias de los beneficios reales de la educación a la hora de acceder al empleo y favorecer la disminución del trabajo infantil.
Otro elemento lacerante, puesto de relieve por el estudio, es el del número de adolescentes de entre 15 y 17 años sometidos a trabajos peligrosos, que se acerca a los 50 millones, lo cual supone el 40 por ciento de todos los que trabajan en el mundo en este grupo de edad y una cuarta parte de todos los niños que trabajan.
Erradicar el trabajo peligroso de los niños, acabar con el trabajo infantil y ofrecer perspectivas de trabajo decente a nuestros jóvenes, debería ser un objetivo irrenunciable e inaplazable en el conjunto del planeta y ello exige vincular las políticas de empleo juvenil con la educación y con el combate contra el trabajo infantil.
Hay que actuar de inmediato para retira a los niños del trabajo infantil y asegurar su escolarización mediante una oferta educativa pública, gratuita, obligatoria y de calidad. Paralelamente, desde el campo de la protección social, hay que asegurar ayudas a las familias para que puedan sobrevivir sin el recurso al trabajo infantil de sus menores.
Hay que promover oportunidades de trabajo decente para nuestros jóvenes, en aras de facilitar la transición del empleo al trabajo, lo cual exige fortalecer las instituciones laborales, invirtiendo en educación y formación, para mejorar la empleabilidad, apostando por modelos de desarrollo que incorporen calidad e innovación.
Lo más urgente es, a ojos de la OIT, eliminar el trabajo peligroso en el grupo de edad entre 15 y 17 años, alejar a los adolescentes del peligro, minimizar los riesgos asociados al mismo. Ofrecer, en definitiva, una segunda oportunidad a la vida de estos jóvenes, ahora que de tan de moda se ha puesto el término.
Consideración aparte, merece la vulnerabilidad específica por razón de género, de las niñas y las jóvenes. Remover las dificultades para el estudio, a causa del matrimonio precoz, las tareas domésticas, o las peores prácticas del trabajo infantil, en forma de explotación sexual, o el trabajo doméstico en otros hogares. Las mujeres jóvenes siguen teniendo en el mundo menos oportunidades para realizar una transición hacia el trabajo decente, al tiempo que sus trayectorias profesionales se ven amenazadas por los problemas sociales y familiares.
Pero todas estas tareas, sólo pueden acometerse si creamos entornos favorables a nuestros jóvenes. Impulsando modelos de crecimiento sostenidos, sostenibles y que favorezcan la inclusión de los jóvenes en un trabajo decente, garantizar sus derechos laborales, evitar los abusos y la exposición a peligros.
Hasta aquí, los retos que la OIT sitúa en las agendas de los gobiernos. Podríamos pensar que son retos que España tiene asumidos y hasta superados, si no fuera porque, a los pocos días de este estudio, cae en mis manos otro trabajo, elaborado por mi compañera Yolanda Ponce, en el que analiza El Fraude en los Contratos para la Formación y el Aprendizaje en España.
El estudio se encuentra a disposición de quien quiera leerlo y la situación ha sido denunciada públicamente por CCOO. Según el mismo, el contrato para la formación y el aprendizaje, contemplado en nuestro Estatuto de los Trabajadores se concibió para que nuestros jóvenes de bajo nivel educativo consiguieran un título profesional y vieran facilitada su inserción laboral en una empresa. Eso que ahora se denomina, con más o menos propiedad, formación en alternancia, o formación dual.
Los cambios introducidos por el PP a finales de 2012, han sustituido el requisito de que la persona contratada no tuviera una cualificación acreditada, por el de que no tuviera una cualificación acreditada para la ocupación para la que se le contrata. La segunda modificación elimina el requisito de que la formación recibida condujera a la obtención de un título impartido por un centro acreditado. Cualquier formación vale.
La tercera modificación incorpora un importante paquete de bonificaciones que incluye la exención total de cotizaciones de este tipo de contrato, junto a un generoso pago de la formación de hasta 344 euros al mes por trabajador formado en cursos presenciales y 215 euros si el curso es a distancia. Un curso entero en una universidad pública cuesta, por término medio, 1.110 euros al año, al tiempo que en el mercado hay curso que permiten obtener el título de FP con costes inferiores a los 60 euros al mes.
Se ha propiciado así la conversión de la necesidad de nuestros jóvenes en negocio de unos pocos. No es extraño que en 2014 se hayan suscrito 139.864. contratos de este tipo, con un coste de en torno a 180 millones de euros en formación y una cantidad aún mayor en bonificaciones directas a las empresas. No es extraño que este tipo de contratos para la formación haya crecido un 131% entre 2012 y 2014. Se predica la austeridad, pero se practica el derroche.
La mitad de los jóvenes que ha suscrito este contrato para la formación y el aprendizaje, se está formando para ser camareros, dependientes de comercio, o limpiadores. Sin embargo sólo 2 de cada cien contratos termina convertido en contrato indefinido. En lugar de cualificar a las personas jóvenes sin titulación, el grupo que más crece es de los titulados superiores en esta fórmula de contratación. No se financia esta formación en centros públicos, pero se es tremendamente generoso en el pago de cursos impartidos por centros privados, aunque carezcan de reconocimiento académico alguno.
Hablar de los problemas del trabajo infantil, de la explotación laboral de los jóvenes, de su formación y cualificación, de la transición entre formación y empleo, puede parecernos algo lejano, cuando nos enfrentamos a cifras tan alarmantes como las que aparecen en el Informe Mundial sobre Trabajo Infantil de la OIT, pero basta arañar un poco en la realidad formativa y laboral de nuestra juventud, para entender que nos queda mucho por hacer, también en España, para utilizar bien los recursos disponibles, poniéndolos al servicio de la formación y la inserción laboral de nuestros jóvenes, abriendo las puertas de las nuevas generaciones a un trabajo decente, estable, seguro y con derechos laborales y sociales reconocidos.
Francisco Javier López Martín