La COVID-19 nos ha situado ante el reto de intentar explicarnos a nosotros mismos qué nos está pasando, familiarizarnos y aprender a tomar en cuenta cosas que nos habían pasado desapercibidas como el cambio climático, la globalización económica, la invasión de espacios medioambientales preservados hasta nuestros días, los desplazamientos febriles de los seres humanos, o el comercio desenfrenado.
Los científicos han intentado explicar, al parecer con escaso éxito, a los gobernantes y a la ciudadanía que no se trataba tanto de eliminar al virus, sino más bien de aprender a convivir con él. Aprender a respetar reglas nuevas de convivencia con la vida que nos rodea en el planeta.
De nada sirve intentar salvar la economía, nuestro sistema político, o social, sin entender que el más pequeño de los seres casi vivos, casi muertos, puede ponernos en situaciones dramáticas como las que estamos viviendo en estos momentos.
De nada sirve creer que podemos salir de ésta sin aceptar que la Era del Antropoceno es un tremendo error que puede conducirnos a creer que la Inteligencia Artificial (IA) puede ayudarnos a terraformar Marte, en lugar de permitirnos hacer de la Tierra un lugar habitable para todos los seres vivos.
Somos nosotros los que con nuestra actividad aceleramos el cambio climático, la extinción de especies, la explotación de los recursos, la opresión de las personas y hasta la expansión de las pandemias. Ninguna frontera nacional va a defendernos de estos efectos brutales de la acción humana.
La crisis hipotecaria, financiera, económica, social y política, desencadenada en 2008, demostró que el mundo estaba girando hacia la inseguridad de las vidas y la precariedad de los empleos, realidades que pueden terminar produciendo el ascenso de los populismos neofascistas, tal como hemos visto que ha sucedido en numerosos países, entre ellos los Estados Unidos.
Los movimientos juveniles despertaron nuestras conciencias ante los terribles efectos de la devastación de espacios naturales y sobre los mares, la desertificación, los desastres naturales de todo tipo, asociados al cambio climático.
No vimos venir la pandemia, pese a que no eran pocas las voces que nos alertaron sobre la inminencia de un desastre de este tipo. Los virus tienen comportamientos erráticos. No siempre el calor acaba con ellos, no siempre se transmiten de la misma forma, no siempre producen los mismos efectos sobre las personas, en función de factores que no sólo tienen que ver con la edad. Unos son muy contagiosos, otros son muy peligrosos y no siempre reaccionan de la misma forma ante los tratamientos.
Desde el principio supimos que las 3M y las 3C eran esenciales para combatirlo, pero no hicimos mucho caso. Aquello del lavado de manos, distancia de metros, uso de mascarilla. Aquello de evitar concentraciones, cercanía y lugares cerrados. Si lo hubiéramos respetado algo mejor nos hubiera ido en la prevención de oleadas sucesivas de enfermedad, dolor y muerte.
Lo fiamos todo a unas vacunas que, cuando llegaran, harían desaparecer de inmediato el virus, acabarían con la nueva normalidad y nos devolverían la vieja, intacta, tal cual era. Nada más lejos de la realidad. Han llegado las vacunas, comienzan las vacunaciones y, sin embargo, es ahora cuando entramos en lo más duro de la pandemia.
Parece que no lo sabemos todo sobre el virus, ni tampoco sobre las vacunas. No sabemos si las vacunas bloquean la transmisión de la enfermedad, o si los asintomáticos seguirán contagiando. No sabemos con plena seguridad cómo va a comportarse la vacuna en cada persona, en personas ya contagiadas.
El hecho es que una segunda ola era inevitable y que la tercera avanza ya entre nosotros, lo cual revela lo acertado de los estudios que se han ido realizando sobre interacciones del virus con la biología, el clima, los sistemas ecológicos y nuestro comportamiento social.
Nada bueno han hecho quienes han criticado sistemáticamente cualquier medida adoptada para anticiparse, o intentar combatir la pandemia, aquellos líderes, como Trump, Bolsonaro, o algunos ultras ibéricos que lo han fiado todo a su escaso criterio científico, a su deformado instinto animal.
Vamos sabiendo cada vez más cosas sobre la COVID-19, pero a veces nos sorprenden sus nuevas y virulentas formas de transmisión, tenemos serias dificultades para cortar, tratar y prevenir futuros brotes. Por no saber, no sabemos exactamente dónde se generó el virus, sus orígenes y sus mutaciones.
Tendremos que invertir y mucho, en los próximos tiempos, en estudio del comportamiento de los virus, su paso de unos animales a otros y a los seres humanos, la preservación de espacios naturales, los cambios en nuestros comportamientos sociales, psicológicos y políticos, en nuestros conocimientos antropológicos o en microbiología.
La vacuna servirá de mucho y frenará el impacto, pero todo parece indicar que, como en el caso de la gripe, vamos a tener que aprender a convivir con medidas de prevención, campañas de vacunación y hasta brotes mucho más controlados y controlables, pero también virulentos en determinados lugares y momentos.
Debemos asumir que fenómenos como la crisis de 2008, el cambio climático, o la pandemia que vivimos, fenómenos meteorológicos como las recientes nevadas, ponen de relieve nuestra fragilidad y exigen una nueva forma de ver, entender la vida humana sobre el planeta. La ciencia puede ayudarnos mucho, pero a condición de que afrontemos con realismo el reto de las transformaciones que necesitamos si queremos sobrevivir.