Uno de los grandes debates sobre el acelerado desarrollo de la Inteligencia Artificial (IA) se centra en la ética de quienes utilizan la capacidad de esta nueva y poderosa herramienta para mejorar la vida de las personas y el bienestar del conjunto del planeta, o para anteponer el beneficio económico, el enriquecimiento acelerado, a cualquier otra consideración.
Quienes defienden la neutralidad de los algoritmos olvidan intencionadamente que los resultados del algoritmo dependen de los datos que introducimos, datos sesgados conducen a conclusiones sesgadas. Este olvido puede conducir a la “distancia moral”, esa buena concia de quien dispara a bulto y no se interesa por saber quién se encontraba detrás del matorral, aún a sabiendas de que tras el matorral siempre mueren los mismos.
Un viejo debate formulado ya por el Concilio de Letrán, hace casi mil años, que tuvo que discernir si era moral el uso de la ballesta, esa nueva y terrible arma que abatía enemigos irreconocibles en la distancia. Al final decidieron prohibir esta herramienta del diablo que mataba a cualquiera, bueno sólo prohibida si se usaba entre cristianos, si eran moros la cosa era ya distinta y se podía permitir su uso.
Está claro que los cuerpos de ballesteros, mucho más eficaces que los arqueros y mucho más fáciles de formar,
(carga, apunta, dispara, carga, apunta, dispara, poco más que aprender y te quitas de enmedio a un conde, un barón, o un vasallo y, si se pone a tiro, al mismísimo rey)
no dejaron de funcionar, porque la iglesia sólo es escuchada por los militares si bendicen a los que parten hacia la muerte, o a los que van a ser fusilados.
Junto a la ética de la IA, el otro gran debate, aunque casi exclusivamente europeo, es el de la privacidad, el cuestionamiento de que el uso de las nuevas tecnologías, permita nuestra identificación, el conocimiento preciso de nuestros trasiegos, nuestro historial laboral, sanitario, los gastos de la tarjeta, nuestras relaciones (las físicas y las virtuales, siempre personales), aficiones, por parte de los poderes públicos, las compañías de seguros, los bancos, o las empresas de servicios que utilizan nuestros datos para venderlos al mejor postor.
Esos datos son acumulados, procesados, manipulados por un algoritmo y encontraremos trabajo, pagaremos un seguro, o tendremos (o no) acceso a crédito, en función de lo que una máquina decida. Sin errores, sin sentimientos, sin dudas y con tremenda rapidez.
El COVID19 ha permitido que países como Corea, China y casi cualquier rincón de Asia, hayan impulsado potentes instrumentos de control de su ciudadanía que les permiten predecir sus posibilidades de contagio, en función de con quiénes han hablado, o los lugares por donde han pasado, al mismo tiempo que alguien que resultó contagiado es etiquetado por colores de riesgo, recibe órdenes de confinamiento, puede acceder o no a determinados servicios, locales, al trabajo, recibe permisos para desplazarse. He visto a ciudadanos españoles (extremeños, asturianos, andaluces, madrileños, castellanomanchegos…) por el mundo, que residen en esos países, defender esos controles, ese Gran Hermano que vela por su salud
(y de paso por no sé cuantas cosas más de tu vida)
los mismos ciudadanos jóvenes que en España protestarían airadamente
(cacerola en mano, por lo menos)
si el gobierno pretendiese conocer sus movimientos con el móvil.
Sin embargo nada de esto ha evitado rebrotes del COVID19 en Japón, Singapur, o las amenazas que se ciernen sobre la propia China, mientras otros países con mucho menos desarrollo tecnológico como Vietnam han frenado eficazmente la pandemia con métodos más tradicionales de control de las epidemias, aprendidos de experiencias anteriores.
Esta crisis nos ha permitido tomar conciencia del potencial y los peligros de las nuevas tecnologías y la Inteligencia Artificial. Han entrado en nuestras vidas y van a quedarse, su relevancia en eso que se ha denominado las economías emergentes es cada día mayor.
El problema, tras la pandemia, cuando consigamos salir de la que tenemos encima, será si somos capaces de hacer que la digitalización contribuya a repartir la riqueza creada, mejorar la existencia de miles de millones de personas y la vida misma del planeta, o si sólo engorda los beneficios empresariales y sus balances, a base de manejar los infinitos datos expropiados a una humanidad condenada a la alienación. Es el dilema que determinará si hemos aprendido algo de esta crisis.