No seré yo quien diga que la pandemia es otra cosa que un desastre que se ha llevado por delante vidas, ha golpeado la economía y los empleos, ha demostrado las insuficiencias dramáticas de una sanidad pública sometida a esos recortes presupuestarios que se llevaron los recursos y el personal para alimentar las insaciables fauces de los inversores privados. El Estado y sus administraciones autonómicas y locales habían debilitado los sistemas de protección hasta tal punto que ha habido que acudir a las colas de la beneficencia para taponar el hambre de las familias.
No puedo decir que el Coronavirus es una oportunidad porque sería una broma macabra, como no lo fue ninguna anterior pandemia, guerra, ni catástrofe planetaria. Sin embargo, lo cierto es que el COVID19 ha puesto delante de nosotros la desnudez, la debilidad, la imprevisión y las miserias humanas de las que nos hemos ido adornando durante demasiados años, creyendo que el dinero lo podía todo y que todo lo justificaba. En este país, del rey abajo, todos vamos desnudos por un mundo que se rompe, se agota, se desgaja, a causa de la avaricia desmedida y el descontrol absoluto de unos cuantos bribones a los que hemos entregado los mandos.
La pandemia ha obligado a abordar retos que, de otra manera, hubiéramos aplazado indefinidamente. Me detendré en la educación. Hace décadas, aún antes de que llegase la Inteligencia Artificial (IA), la reflexión sobre los necesarios cambios en la enseñanza estaba abierta. Un sistema educativo basado en alumnos y alumnas sentados en la aulas durante las jornadas laborales de sus padres para no dejarlos solos en casa seguía instalada entre nosotros desde los comienzos de la historia. Y si la jornada escolar no bastaba se ponían en marcha actividades extraescolares, las que hiciera falta.
Eran muchos los pedagogos y pedagogas, profesionales de la educación, sociólogos, psicólogos, que cuestionaban abiertamente este modelo que situaba a la infancia como adultos en miniatura, en proceso de adiestramiento mental y físico para pasar a ocupar dócilmente los puestos de trabajo de sus padres. Una educación como procedimiento selectivo y segregador hacia el trabajo de alta cualificación y dirección, hacia los puestos técnicos y mandos intermedios, o hacia los puestos no cualificados, intercambiables, mano de obra barata y prescindible.
Claro que se han desarrollado experiencias para poner en marcha programas de aprendizaje centrados en la colaboración, el aprendizaje personalizado, cooperativo, a través de proyectos que integran los conocimientos como parte de un objetivo compartido. Vaya, algo así como esos modelos de teamwork, coworking, trabajo en plataformas, sin la explotación laboral, ni el abuso descarado de las grandes corporaciones. Pero siempre fueron experiencias puntuales, más de éxito en educación infantil y primaria, que en enseñanzas medias y superiores.
La revolución tecnológica parecía que venía a plantear cambios importantes en las dinámicas educativas. La tradicional educación a distancia (con sus materiales, estudio solitario, cuadernos de ejercicios enviados por correo, alguna tutoría presencial, o por correo electrónico, sus exámenes masivos), había comenzado a cambiar y eran ya numerosos los cursillos, másteres, MOOC (Massive Open Online Courses), cursados íntegramente vía internet, promovidos por plataformas de centros educativos, formación profesional para el empleo, o determinadas universidades, mediante eso que llaman e-learning (aprendizaje electrónico) que permite la interacción del usuario con los materiales de trabajo y el profesorado.
Un sistema que no llegaba más que de forma muy incipiente a la enseñanza reglada universitaria, las enseñanzas secundarias, la Formación Profesional, o la enseñanza primaria. Sin embargo, de golpe, la pandemia nos ha situado ante la necesidad de trabajar sobre materiales que aparecen en la pantalla del ordenador o de la tablet, realizar ejercicios y trabajos (individuales y colectivos), remitirlos, recibir correcciones, impartir clases conectados a plataformas, rellenar exámenes, recibir notas, trasladar sugerencias al profesorado.
Las supuestas ventajas de la introducción de la Inteligencia Artificial en las aulas consistía en que podría evitar aprendizajes repetitivos y monótonos, facilitando una mayor personalización de la enseñanza y el aprendizaje colaborativo.
No es que tenga que desaparecer la enseñanza presencial, pero podría romperse la relación mimética y directa entre horario de clase y horas de permanencia en el centro, sobre todo si hay que trabajar con aulas reducidas a la mitad de alumnado, combinando momentos presenciales y trabajo online en casa, o en bibliotecas.
No va a ser una entelequia, ni una fantasía, puede ser una utopía, distopía, ucronía, heterotopía, o eutopía. Organizar nuestra educación, cuando menos en el próximo curso, va a ser una necesidad aprovechando lo mejor que podamos las nuevas posibilidades de trabajo que nos ofrece la digitalización.
El alumnado deberá abandonar la lógica de ir a clase a pasar el tiempo una serie de horas al día, escuchar, tomar notas, hacer deberes, estudiar en casa más o menos y superar un examen, para pasar a ser protagonistas de su aprendizaje. El profesorado deberá dejar de ser un transmisor de conocimientos para convertirse en un educador, incitador, acompañante, tutor, maestro, aquel que abre puertas, e invita a pasar para descubrir algo nuevo.
Esta nueva situación (no me gusta llamarla nueva normalidad, porque no lo es) va a exigir aprendizaje y reciclaje para utilizar bien las herramientas de la IA y también mucha innovación e investigación para contar con aplicaciones atractivas y bien diseñadas, nuevos materiales, nuevos métodos de evaluación, que faciliten el trabajo de toda la comunidad educativa.
Da vértigo, da un poco de miedo. Estos pocos meses han puesto de relieve los límites, las dificultades, las posibilidades de las nuevas tecnologías en la educación. Pero con todo, la mayor dificultad la hemos encontrado en quienes no han podido acceder a las herramientas, quienes no tenían un PC para su uso personal, o tablet, o buena conexión wifi, o un espacio personal de estudio en su casa.
No en todos los niveles educativos se podrá hacer de la misma manera, cada centro educativo es un mundo, cada equipo de profesorado también, pero lo primero será asegurar la igualdad de los chavales, rellenado una brecha digital cuya profundidad y extensión hemos descubierto de golpe. Debe ser el primer paso, sin el cual no habrá otros, o los que vayamos dando producirán mayor desigualdad.