Hubo un tiempo en el que el bienestar social era la misión, el objetivo prioritario, que tenía encomendado el gobierno de cualquier nación. El término Welfare State, literalmente Estado del Bienestar, confronta, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, con el Warfare State (Estado de Guerra) que había sido impuesto por los nazis y las fuerzas del Eje.
El Estado del Bienestar había tenido precedentes en el Sozialstaate alemán, o L´État Providence francés, pero ahora poseía una nueva virtud, la de hacer frente, en pleno inicio de la Guerra Fría, al atractivo que los regímenes socialistas podían ejercer sobre la clase trabajadora de los países occidentales. Los comunistas habían constituido el eje vertebrador de la resistencia al nazismo en países como Italia, Francia, o Grecia.
De los Pirineos para abajo ni de lejos pudimos beneficiarnos de tal escenario posbélico, ni del pacto que marcó la vida económica y social de Europa Occidental durante casi cuatro décadas. La Guerra Fría facilitó la consolidación de un enclave fascista en el Sur de Europa, en el que cualquier remedo de bienestar era suplantado por el Estado de Beneficencia.
Para cuando el dictador murió en la cama ya los conservadores ingleses, acaudillados por Margaret Thatcher, preparaban el asalto exitoso del neoliberalismo al Estado del Bienestar. La caída de los regímenes comunistas hizo el resto. Parecían tan sólidos, pero se desplomaron como por inercia, como fichas de dominó.
No siento pena por sus dictadores, pero es cierto que, arrumbada la amenaza del Este, el capitalismo pudo exhibir todo su componente de egoísmo e insolidaridad que, hasta el momento, había permanecido mitigado. Cada espacio público se convirtió en escenario de la batalla campal del beneficio económico, cuando no la especulación y la corrupción.
Uno de los elementos esenciales para el triunfo de este nuevo mundo, al que Bauman ha caracterizado como líquido y que Fukuyama definió como el mundo del fin de la Historia y del último hombre, es la criminalización del fracaso, junto a la identificación del triunfo con el éxito privado.
Hace tiempo que las reglas de la propaganda nazi han sido reeditadas exitosamente por gobernantes y corporaciones económicas. La simplificación, la exageración, la orquestación, la vulgarización, la verosimilitud, la unanimidad y así hasta culminar los 11 principios enunciados por Goebbels.
Noam Chomsky los ha actualizado con acierto en las 10 Estrategias de Manipulación Mediática: maniobras como desviar la atención de la ciudadanía; causar problemas en lo público para ofrecer soluciones privadas; hacerlo poquito a poco, de forma que cuando te quieres enterar ya todo ha cambiado, incluso aplazando los cambios; tratarnos como a niños; apelar a nuestras emociones, impidiendo la reflexión, hasta convertirnos en ignorantes, mediocres, autocomplacientes. Nos conocen mejor de lo que nosotros nos conocemos hasta el punto de que su control y su poder sobre los pueblos son mayores que en cualquier otra época de la Historia.
Estas maniobras, unidas a unos recortes permanentes, agudizados en momentos como la larga crisis que aún no hemos superado plenamente, han conseguido deteriorar la imagen de lo público, hasta convertir esos bienes y servicios esenciales en recursos para los fracasados y los pobres. Todo cuanto no se encuentra en manos privatizadas, todo cuanto no es negocio, es percibido con connotaciones negativas.
Y, sin embargo, si nos detuviéramos un momento, podríamos comprobar que todo forma parte de una inmensa maniobra de propaganda, publicidad y marketing. Quienes, desgraciadamente, padecen una enfermedad grave, saben que es en un hospital público donde mejor pueden tratar su dolencia. Los centros educativos públicos acaban de arrasar en las pruebas de acceso a la universidad. Un título en una universidad pública es distintivo de capacidad intelectual, mientras que en la mayoría de las privadas hace referencia a la capacidad económica.
No quiero decir que la iniciativa privada con fines sociales sea siempre mala. Quiero decir que no es bueno convertir las necesidades sociales, cubiertas con dinero de todas y todos, en un negocio seguro y cautivo para empresarios privados. Que no es bueno dejar que este tipo de política haya pasado a formar parte de una incultura que fomenta el egoísmo, denigra el esfuerzo colectivo y nos cierra las puertas al tiempo del bienestar.