He leído en estos días unos cuantos artículos de Eduardo Montagut en los que reflexiona sobre el fascismo. En ellos aborda temas como la desigualdad, o el ataque frontal del fascismo a la razón con el objetivo de triunfar en tiempos de crisis generalizada.
Se conmemora este año el 150 aniversario del nacimiento de Bertrand Russell y se me ocurre que seguimos pasando páginas sin terminar de leerlas, sin comentarlas, sin hablar de su contenido. Russell abrió una reflexión cada día más imprescindible sobre El poder en los hombres y en los pueblos, un libro bastante menos conocido que aquel otro en el que se planteaba Por qué no soy cristiano.
Hemos transitado en Europa por un arduo camino de dictaduras coetáneas, por más que se disfrazasen bajo nombres aparentemente distintos y distantes. Cada cual se apuntó, en aquellos momentos, a la secta que consideraba más fascinante. En nombre de esa fidelidad se podía sacrificar la verdad, la razón y un número incalculable de vidas humanas.
En nombre del fascismo, el nazismo, el franquismo, o el estalinismo, Europa se llenó de campos de concentración, ejecuciones sumarias, checas, juicios sumarios, ejecuciones al amanecer, fosas comunes, policías políticas, grupos paramilitares y una nomenklatura, una clase política, que se apoyaba en una sociedad adoctrinada, adiestrada y domesticada.
Una sociedad sometida y sojuzgada merced a la utilización de dosis medidas de terror. Nunca desprecies el terror, decía Trotsky, que terminó siendo víctima del horror desencadenado por su antagonista Stalin. Una dura etapa para las sociedades europeas doblegadas por los fascismos.
En nuestros días hemos sido obligados a olvidar a aquel Bertrand Russell que confiaba en que los seres humanos podríamos domar al poder, doblegarlo, acercarlo a la dimensión humana, vencer al totalitarismo enfrentándolo al poder de la libertad.
Siempre he pensado que cada uno de esos monstruos a los que consideramos padres del fascismo eran una mera disculpa para escondernos de nosotros mismos, para olvidar que el fascismo no es el producto de la actuación de seres extraordinarios, o extraordinariamente desequilibrados, sino de personas como nosotros que han cedido a sus miedos, a sus pasiones, a sus más bajos instintos.
El fascismo ha sido, desde sus comienzos, la respuesta de un poder incapaz de controlar a los pueblos y mantener la riqueza en manos de unos pocos. Desencadenar el poder desmedido, antidemocrático, del terror, el horror y el miedo como instrumento para someter a los discrepantes, a los disidentes, a quienes quieren otras formas de vida y de convivencia más justas, equilibradas, igualitarias.
Películas como La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, o Appocalyse Now, de Francis Ford Coppola, nos demuestran que el horror puede adueñarse de nuestras vidas y dominar nuestro destino. Pocos podían pensar que un pueblo tan culto como el alemán caería en brazos de los líderes del nazismo.
Bastó la derrota en una guerra a la que llamaron armisticio y un tratado en Versalles para que unas desmedidas compensaciones de guerra, tremendamente duras, condujeran a Alemania a la ruina, a la humillación y a una inestabilidad política que permitió el ascenso de los nazis.
El nazismo se presentaba como la posibilidad de restablecer la unidad y el orgullo de un pueblo amenazado. La pobreza, el miedo, la crisis del 29, el desempleo, el pago de las compensaciones de guerra, hicieron que aquel pueblo se aglutinase en torno a una banda de locos que sólo podían traer la muerte, el terror y un desastre irreparable y desconocido hasta ese momento en el curso de la historia.
Fueron los dueños del dinero y del poder real, los grandes grupos empresariales de todo tipo de industrias los que dieron alas y financiaron el ascenso de los nazis, desde Kodak a Bayer, desde Nestlé a BMW, Adidas, o Volkswagen, sin olvidar los negocios de Coca-Cola, IBM, o la propia General Motors con el régimen nazi.
Sin el banquero Juan March, la petrolera estadounidense Taxaco, o el portugués Banco do Espiritu Santo, junto al apoyo material y militar de Italia, o Alemania, Franco no hubiera ganado la Guerra de España y creado uno de los regímenes fascistas más grises y crueles de la Europa del siglo XX.
Sin la ayuda de los grupos siderúrgicos de Génova, las empresas del Piamonte y de Lombardía, los grupos de banqueros y terratenientes, Mussolini no hubiera desbordado las instituciones italianas hasta forzar ser designado por el rey para formar gobierno tras su Marcha sobre Roma.
Cada vez que el capitalismo pierde pié, los ricos ven amenazada su riqueza, las desigualdades ceden paso a políticas de mayor igualdad, o los poderosos comprueban que los pueblos reclaman su protagonismo en la toma de decisiones y en las políticas, los capitalistas desencadenan el miedo y sacan a pasear a sus perros de presa.
El problema es que, en muchas ocasiones, la izquierda no prestamos atención a cómo ese miedo, el egoísmo, las bajas pasiones, el odio, se abren camino entre nuestra gente, en nosotros mismos, y siegan la hierba bajo nuestros pies.
La ultraderecha, lo seguimos comprobando en Europa, consigue sus mejores cosechas cuando no prestamos atención a los problemas de nuestra gente y dejamos que nuestros sentimientos, las sensaciones, los problemas sean interpretados a la luz de la locura desencadenada.