Así nos definía el tío catalán de Esperanza Aguirre, Jaime Gil de Biedma, cuando pensaba en esa media España que había ocupado España entera con la vulgaridad, con el desprecio total de que es capaz, frente al vencido, un intratable pueblo de cabreros.
Pasan los cabreros por ser gente libre porque andan con caprichosos rebaños que van buscando los brotes tiernos, las jugosas hojas que nacen al final de las ramas de los árboles. Esa manía de las cabras, a la que llaman ramoneo, tiene al parecer un papel importante en la prevención de incendios.
Algo de cierto debe haber. Cabreros han sido hombres libres como Miguel Hernández, o como el cantaor flamenco José Domínguez Muñoz, más conocido precisamente por su oficio, El Cabrero. He compartido algún que otro día de infancia y de verano con cabreros de la Sierra de Gredos y las cabras dejan tiempo para la contemplación, para disfrutar del paisaje, comer junto al arroyo que baja de la sierra y hasta para leer.
Mientras las cabras vagan libres por el monte abierto todo va bien, el problema es cuando un día hay que sacarlas por caminos y veredas en las que su caprichosa actitud ante la vida las conduce a invadir campos particulares a fuerza de saltar ágilmente las tapias. Entonces el cabrero ya no es tan libre y tiene que andar con mil ojos, antes de que los vecinos vengan más tarde a visitarle en su casa para trasladarle sus quejas.
Uno de mis abuelos, sin ir más lejos, era cabrero, el otro era cantero, el uno en Toledo, el otro en la Sierra de Guadarrama. El Cónsul de Sodoma, uno de los poetas a quien más aprecio, tal vez se equivocó al depositar en los cabreros el paradigma del carácter intratable del pueblo español. La pura verdad es que no hay unanimidad ni aún en este punto cuando ya desde antiguo, se predica del buen Mío Cid,
-¡Dios, qué buen vasallo si oviesse buen señor!
Cuantas más vueltas le doy al asunto, más me convenzo de que puede que ciertamente seamos un pueblo de cabreros, lo cual no supone deshonra alguna y hasta puede que tengamos fama de intratables a fuerza de acumular malencarados gobiernos, tensiones sobrevenidas, malos ejemplos sistemáticos y abundantes malos tratos que, día sí y día también, imparten con mano de hierro, nuestros señores de turno, del Rey abajo cualquiera.
Miro los escándalos provocados por el Rey al que llaman emérito aunque cada vez descubrimos que sus méritos se diluyen con mayor rapidez y cada día entiendo más a Iñaki Urdangarín, el único de la familia que ha terminado pasando por la cárcel,
-Desde que me casé con la Infanta Cristina intento hacer las cosas que me exige el guión.
Creo recordar que en algún otro lugar se defendía diciendo que sólo hacía lo que veía hacer a su alrededor. Vaya, siguiendo los usos y costumbres, donde fueres haz lo que vieres. Aquellos usos y costumbres que siempre dieron al traste con aquellos Borbones a los que el negocio se les fue yendo de las manos, desde Isabel II a su nieto Alfonso XIII.
Vuelvo la vista y me topo con nuestros representantes políticos y sus debates crispados, o con nuestros próceres económicos y su tono altanero, todos con esa ambición ansiosa de tocar pelo de poder cuanto antes, da igual cuáles sean las circunstancias que nos toquen vivir, aunque haya honrosas excepciones. No importan pandemias insólitas, desastres sobrevenidos, el poder y el dinero se convierten en lo primero. El poder mueve el mundo, el dinero lo puede todo.
Al verlos se me ocurre que tienen mucho de intratables, pero poco de libres cabreros, tan alejados como viven del pueblo, de sus necesidades, sus problemas, que requerirían mucho diálogo, mucha negociación, mucha voluntad de acuerdo. Llaman la atención, por su excepcionalidad, aquellos momentos en que algunas medidas son aprobadas por inmensa mayoría, o incluso sin votos en contra.
Cuando doy un repaso por las noticias del mundo, me doy cuenta de que no faltan pueblos más intratables que el nuestro. En estos días de pandemia, en los que se nos han ido grandes como Aute, Genovés, Pau Donés y la Sardá, se me ocurre que no podemos ser pueblo tan intratable cuando habitan entre nosotros personas de este calibre.
Aún así, creo que a lo largo de nuestro camino y especialmente en estos últimos tiempos, hemos crispado bastante, gritado de más, desbordado ríos de sangre, rebosado pozos de injusticia y traspasado demasiadas fronteras de la decencia.
Me parece que van a tener razón quienes consideran que tras la crisis global desencadenada en 2008, tras percibir y tomar conciencia de los efectos demoledores del cambio climático y aún más tras la destrucción sembrada por el Coronavirus, no hay más remedio que redactar un nuevo contrato social para el mundo, un nuevo pacto de convivencia para España.
No sé si vamos de cabeza al desastre, no son pocos los que anuncian que nada de esto tiene arreglo. Ni la precariedad de las vidas y los empleos, ni el cambio climático, ni nuestra irresponsable y suicida relación con las pandemias. Tampoco nuestro desencuentro con la Naturaleza, con el resto del planeta, con nosotros mismos.
No lo sé. Pero me parece que hay que intentarlo, aunque sigamos siendo un intratable pueblo de cabreros (ni peor ni mejor que otros), pero amante de la libertad y merecedor de un buen gobierno, aunque sólo sea para acabar con los demonios de España de los que también hablaba Gil de Biedma, para terminar con la pobreza y el mal gobierno, que no deberían seguir siendo nuestro estado místico del alma, nuestro infierno.