Hermoso aquel poema de Gil de Biedma titulado Apología y petición en el que nos habla de la pobreza como un estado místico en este país de todos los demonios al que llamamos España. Un estado del cual nunca hemos salido, aunque los tiempos hayan cambiado.
Es cierto que hoy todos tenemos más, pero no por ello somos menos pobres, porque la pobreza es una medida relativa que establecemos en comparación con un entorno. En España se es pobre con mucho más de lo que en otros países del mundo te permitiría pasar por medio rico. Además, aunque todos tengamos más, es posible que las desigualdades hayan aumentado.
La sociedad española se ha modernizado y ser pobre hoy en España puede significar que te has quedado atrás, no sólo económicamente, no sólo en niveles de consumo, sino en tu capacidad de ser un sujeto activo económica y socialmente. Nos han enseñado que ser pobre es tener bajo poder de consumo, pero eso ya no es lo único, ni probablemente lo más determinante.
Tenemos muchos pobres con el último modelo de iPhone y un supertelevisor en casa, pero siguen siendo pobres porque es tu empleo y su calidad, tu actividad económica, tu nivel cultural y social, lo que determina que dejes de ser pobre, o que sigas hundido en la pobreza.
La pobreza y la riqueza se perpetúan, la movilidad social es muy escasa. Vivimos en sociedades en las que los pobres viven cada vez más lejos de cualquier posibilidad de obtener mayor competencia económica y mayor influencia social. Y la famosa digitalización no contribuye en nada a revertir esta situación, sino que la agudiza, dejando en los márgenes de la sociedad a amplios grupos humanos.
El Estado intenta cumplir una función social redistributiva. Hay iniciativas sociales, a las que llamamos ONG que intentan desde la sociedad romper el círculo vicioso de la pobreza. Así se consigue que algunas familias obtengan ingresos extra que palian en parte las situaciones más dramáticas.
Pero si dichas iniciativas públicas, privadas, o púbico-privadas (el Estado paga y lo privado presta el servicio cobrando), no consiguen que las familias alcancen niveles de suficiencia económica y autonomía personal, estaremos perpetuando situaciones de pobreza y exclusión. Esas personas seguirán siendo pobres.
Por otro lado vivimos en un mundo cada día más controlado. Nuestros empleos, las empresas, los servicios públicos, la seguridad social, la sanidad, la educación, la justicia y la seguridad pública, los servicios sociales, se encuentran cada vez más “formalizados”.
En principio esta formalización, este sometimiento a reglas comunes, con financiación transparente y pública, debería tener efectos positivos sobre un reparto más equitativo de las obligaciones y las prestaciones y beneficios sociales. Pero esta visión choca con la realidad de numerosas personas que viven en los márgenes de esa formalidad y no pueden acceder a esos derechos y beneficios.
Siguen existiendo muchas actividades económicas informales, trabajadores y trabajadoras sin contrato, o con claros incumplimientos de las condiciones pactadas en su convenio colectivo. Existen las viviendas ocupadas, o la electricidad enganchada. Existen muchas actividades “informales” al margen de cualquier regulación. Existe una justicia para adinerados y otra para “robagallinas”.
Las leyes existen, pero las reglas sociales tienen poco que ver con las mismas. De hecho no se explica bien que haya seres humanos que se apropian de bienes naturales como el agua, el petróleo, el carbón, o el gas, que son necesarios, escasos y no renovables y consiguen brutales beneficios especulativos y abusivos.
No se explica tampoco que los bienes sociales, los servicios públicos, necesarios se hayan convertido en realidad en bienes y servicios que se prestan de forma universal, bajo supervisión pública, pero obteniendo jugosos beneficios privados.
Bajo esta lógica se han construido, en algunos lugares, verdaderas tramas y consorcios empresariales que gestionan jardines, limpieza, recogida de basuras, hospitales, colegios, universidades. Lo público se ha convertido en un mercado en el que abundan los acuerdos, el reparto de contrataciones, los precios pactados, como ponen de relieve numerosas sentencias al respecto. Siempre resulta más barata la multa que el beneficio obtenido.
Por terminar esta reflexión abierta en todas nuestras sociedades, sería conveniente tomar en cuenta también que, en nuestros días, el acceso a internet debería ser considerado, igualmente, un bien público, sin el cual la modernidad no sirve para alcanzar mejoras generalizadas de la calidad de vida, sino para perpetuar situaciones de desigualdad, pobreza y exclusión social.