Hay quien asegura que la humanidad sólo reacciona y busca soluciones urgentes a sus problemas en situaciones extremas. Puede que sea verdad y también que sea en esos momentos cuando se ponen de relieve las peores miserias de una sociedad.
Las personas mayores han sido, sin duda, las principales víctimas de la pandemia, pero también han contribuido a desvelar la peor cara de la sociedad que hemos construido, asentada en el egoísmo, la barbarie y la más absoluta falta de empatía que nos conduce a aplicar una resilencia sectaria y xenófoba.
El coronavirus se ha cebado en las personas mayores, hasta el punto de que el 95 por ciento de las muertes se produce entre mayores de 60 años y, especialmente, mayores de 70. La mayoría de las personas con estas edades tienen afecciones previas y subyacentes que facilitan el impacto del COVID19 y producen riesgos de muerte hasta cinco veces superiores a la media.
La pandemia nos ha situado ante la realidad de la existencia de eso que llaman triajes y decisiones sobre atención médica y aplicación de terapias destinadas a salvar la vida de determinadas personas aplicando criterios como la edad. Nos ha familiarizado con la existencia de desigualdades que impiden que muchas personas mayores puedan ejercer su derecho a una atención social y sanitaria de calidad. Nos ha colocado ante los terribles efectos de los recortes en políticas de atención a las personas mayores.
Algún día sabremos el número real de personas mayores muertas a causa del coronavirus en residencias, en domicilios, en hospitales. Algún día alguien terminará estableciendo estimaciones aproximadas del número que ha terminado falleciendo por la reducción, o supresión temporal, de otros tratamientos médicos y servicios esenciales destinados a las personas mayores, de forma que hayan producido un aumento de los riesgos para sus vidas.
Si las redes sociales, de acompañamiento y atención a las personas mayores se encontraban ya debilitadas, la pandemia ha producido un proceso de confinamiento, aislamiento y soledad, con tremendas consecuencias. El propio Secretario General de Naciones Unidas, Antonio Guterres, ha recordado,
-Ninguna persona, joven o vieja, es prescindible. Las personas de edad tienen los mismos derechos a la vida y a la salud que todas las demás.
Nuestras personas mayores se han convertido en las principales víctimas de la pandemia y, sin embargo, el silencio, la oscuridad, el olvido, amenazan con echar tierra sobre esta terrible realidad.
A mediados de junio la ONU conmemoró el Día Mundial de la toma de conciencia sobre el abuso y el maltrato en la vejez. Un intento de llamar a gobiernos y sociedades a prestar atención a la realidad de las personas mayores en el mundo, a su situación de discriminación y abandono en muchos países, pero el golpe brutal del COVID19 ha hecho pasar sin pena ni gloria esta fecha, cuando debería haber permitido visibilizar con mayor intensidad una situación inaceptable.
Tan sólo en los próximos diez años el número de personas mayores de 60 años crecerá un 38 por ciento y pasará de mil millones de personas en el planeta a 1´4 mil millones. Literalmente habrá más personas mayores que jóvenes. En veinte años más, en 2050, las personas mayores superarán los 2000 millones.
No existen estudios fiables sobre el abuso y el maltrato contra las personas mayores. Unas estimaciones hablan de un 10% de maltrato, otros estudios revelan que podríamos encontrarnos en torno al 16% y todos consideran que las cifras pueden encontrarse subestimadas, si tomamos en cuenta que sólo se presenta una denuncia por cada 25 casos de abuso, o maltrato, a causa del miedo personal y de la incapacidad de las instituciones sanitarias y de servicios sociales para detectar y resolver este tipo de problemas.
El maltrato tiene muchas facetas, no se trata sólo de maltrato físico, que también, es maltrato psicológico, abusos económicos, o sexuales, abandono, desatención, soledad, aislamiento, bajas pensiones, baja intensidad de la atención de los servicios sociales. Una sociedad que vive de espaldas a las personas mayores.
De vez en cuando topamos con noticias que hablan de países en los que sus habitantes alcanzan edades muy avanzadas. En general son lugares en los que las personas mayores siguen haciendo su vida diaria y cotidiana en su entorno habitual, con personas conocidas, cuidando su huerto, alimentándose con dietas saludables y tradicionales, realizando actividades sociales elegidas libremente, como reunirse con vecinos o familiares.
Siempre lo hemos sabido, se trata de vivir dignamente en tu entorno, disfrutar de libertad y ayuda personalizada, tener el aprecio y el reconocimiento del entorno más cercano (da igual en Japón que en una comunidad indígena del Amazonas), sentirte hasta el final de tu vida parte libre y útil de una comunidad.
Además, no tiene que tanto que ver con los genes, como con las formas de vida, los hábitos, las costumbres, hasta el punto de que esas mismas personas que viven en comunidades longevas comienzan a empeorar sus tasas de mortalidad cuando cambian sustancialmente sus condiciones de vida al verse sometidos a procesos migratorios, cambio climático, o condiciones de vida y trabajo distintas y peores.
Deberíamos de esperar de un proceso dramático como el que sufrimos que aprendiéramos a vivir de otra forma, cuidando más a las personas que a los bienes, respetando y valorando a nuestros mayores en cuanto son y por cuanto aspiramos a llegar a ser.
Deberíamos revisar en profundidad nuestras prácticas sociales y nuestras políticas públicas de atención a las personas mayores. Ni las residencias, ni los servicios de atención domiciliaria, ni la atención sanitaria, se han demostrado capaces de cuidar de la vida de nuestros mayores, ni velar por la muerte digna.