La pandemia, esta peste moderna, nos ha invadido así, de golpe, de forma tan inesperada, sembrando el desconcierto. Pensábamos que el mundo se había desbocado porque la globalización y las nuevas tecnologías estaban acelerando de tal manera nuestras vidas, que no nos dimos ni cuenta de que los verdaderos cambios los produce la propia Naturaleza cuando despreciamos sus reglas, sus lógicas internas y despreciamos a los virus deseosos de expandirse por el planeta utilizando como transporte a los animales, hongos, seres humanos, bacterias y hasta otros virus.
El mundo que salga de este desastre no sólo será distinto, sino que tendrá que repensar seriamente sus relaciones económicas, sociales y las del género humano con el resto de los seres vivos del planeta. La primera tentación será olvidar deprisa y repetir la fiesta, como si nada hubiera pasado.
Pensando en un futuro deseable quiero detenerme en cómo han tenido que vivir (cómo viven aún) nuestros mayores este complicado proceso en el que nos hemos metido, no diré que sin comerlo ni beberlo, pero sí, al menos, sin olerlo, ni verlo venir por ninguna parte. Lo que ha ocurrido con las personas mayores (de otra manera también con los niños) les ha convertido en víctimas propiciatorias ofrecidas a los dioses de la muerte desbocada e incontrolable.
Se veía venir. Con cada vez mayor frecuencia queremos controlar la vida de nuestros mayores. Es cierto que hay motivos de seguridad en juego. Escuché recientemente a un hijo (experto en seguros) que las noches de su padre y sus frecuentes visitas al baño, sin atinar con el alejado interruptor de la luz, le habían acarreado varias caídas, sin consecuencias, pero con el temor de que llegue el momento en que esa caída sea más grave.
Encontraron una solución contratando uno de esos asistentes virtuales que permiten decirle al móvil que encienda la luz desde la cama y zas, la luz se enciende. Desde ese momento se acabó el problema de las caídas de su padre. Hasta aquí todo bien. El problema comienza cuando invadimos la intimidad de nuestros mayores y les colocamos un dispositivo para saber su qué, cómo, cuándo y dónde y hasta el por qué de cada momento de su día.
Cuando gestionamos sus cuentas, sus visitas al médico, sus compras habituales, tomamos la decisión de internarles en una residencia, o la presencia de un cuidador o cuidadora (no siempre formados, especializados, con contrato y bien pagados). Llega un momento en el que el médico, o el bancario, hablan con nosotros sin dirigirse a ellos. Firme aquí, tal día la radiografía. Hasta nos calculan el coste del seguro en función de los dispositivos que incorporemos en sus muñecas.
No digo que sea malo, a veces es absolutamente necesario, pero ya son muchos los informes y avisos de organismos públicos y privados, nacionales e internacionales (la propia Organización Mundial de la Salud), que nos venían avisando del aumento de los maltratos a las personas mayores, no exclusivamente físicos, no necesariamente por parte de los hijos. Pueden tratarse de abusos de confianza económica, psíquicos, económicos, emocionales. Tratarles como a niños, solemos decir por estas tierras. Pueden ocurrir en casa, en una residencia.
Contener el avance del coronavirus ha requerido limitaciones al ejercicio de la libertad por parte de toda la ciudadanía, pero en el caso de las personas mayores, convertidas en principales víctimas de la pandemia, las situaciones han sido dramáticas, encerradas en las residencias, muriendo sin control, parejas enteras (perder al padre, perder a la madre, en muy pocos días), quedar confinadas en la soledad de sus casas. La inhumanidad de la sociedad que vivimos ha quedado desvelada, por más que muchos profesionales hayan acudido a taponar el desastre.
Cada pandemia elige a sus víctimas, no lo hace conscientemente, pero busca las debilidades. La gripe de 1918, que llamaron española (aunque luego supimos que vino de Kansas), eligió a los pobres y a adultos jóvenes de entre 20 y 40 años. El COVID19 concentra más del 95% de las muertes entre los mayores de 60 años y el 90% entre los mayores de 70.
Pero somos nosotros los que hemos abierto las puertas de las viviendas y de las residencias, de los centros comunitarios de personas mayores, para que el coronavirus circulase libremente. Familiares de visita, trabajadoras y trabajadores sin medidas de protección y sin haber detectado, con un sencillo test, si eran positivos asintomáticos, hemos actuado como transmisores. No eran los niños, a los que hemos tenido encerrados en casa más de mes y medio (vectores de transmisión asintomáticos les llamaban), pobrecitos míos.
Combatir el virus exigía muchos medios humanos y materiales de los que se llevaron los recortes y los sucios negocios privatizadores. Exigía mucha responsabilidad ciudadana. Hay cosas que no sabíamos (muchas que aún no sabemos) sobre este virus y otras muchas que hicimos mal. No puedo culpar a nadie por ello. Nadie sabía, ni estaba preparado. Por no saber, aún no está claro que el virus que nos mata no sea ya otro, una mutación más agresiva y veloz, que el que actuó en Wuhan.
Pero, tal vez, deberíamos tomar buena nota, no olvidar y aprender para siempre las lecciones del coronavirus. Tal vez deberíamos reinventar nuestra relación con nuestros mayores (serán 2000 millones en el planeta a mediados de siglo). Pueden llegar a ser dependientes, pero no merecen el abandono, el olvido, el maltrato y la privación arbitraria de libertad.
Como en aquella preciosa fábula que estudiábamos de pequeños, cuando lleguemos a su edad, nuestros hijos nos darán la misma cuchara de madera que nosotros les estamos dando a los abuelos para comer, el mismo abandono, la misma soledad, la misma mala muerte. No sigamos devorando la vida, haciendo negocios y dando la espalda a nuestros viejos (digna palabra que en los pueblos lo decía todo sobre la sabiduría a la que un día llegaríamos). Nuestro futuro se encuentra en la vida y la libertad de nuestros niños y nuestros mayores.