La pobreza es una condición de la que todos renegamos, que nadie queremos, que sólo aceptamos en otros, que nunca se corrige. Y no es que nos falten buenas constituciones, leyes que luchan contra la pobreza, instituciones, organismos, servicios públicos y un interminable número de organizaciones de carácter social que trabajan con los pobres para sacarlos del atolladero.
Y, sin embargo, los pobres siguen existiendo, de forma que podemos legítimamente dudar de la eficacia y de la eficiencia de nuestro entramado social para acabar con la desigualdad y la pobreza. Las leyes son universales, iguales para todos, pero muchos son los pobres y muy poderosos y pocos los ricos que deberían comprometerse en cumplir y hacer cumplir las leyes.
Al final los ricos se empeñan en convencernos de que las cosas son así y que no tienen remedio y los pobres se resignan a que las cosas son como son, es lo que hay, es lo que nos ha tocado y poco podemos hacer para que las cosas mejoren.
Son los abuelos, los padres, los amigos más cercanos, los que acuden a taponar los boquetes generados por la desigualdad. Nadie espera que las instituciones vaya a interesase por ti, si tú no vas a buscarlas. El mercado tampoco va a solucionar tu situación, aunque algunos se empeñan en convencernos de que el mercado se autorregula. El problema es que para el famoso mercado nosotros no existimos.
Por eso las personas se refugian en la familia, en los más cercanos. A fin de cuentas el entorno familiar somos importantes, de nosotros y del resto de los nuestros depende que nuestra economía, que nuestra vida, salga adelante. Esta cadena de crisis que atravesamos ha reforzado la idea de que quien le falla a la familia se condena a sí mismo al fracaso y arrastra a los suyos a la destrucción.
Por eso, en cualquier situación de pobreza, nos apoyamos en la familia. Pensamos que podemos conseguir algo aquí y allá, arañar recursos en algunas instituciones, en los servicios sociales, en los comedores sociales, en los bancos de alimentos, pero sobre todo podemos confiar en la familia.
No en el mercado, en el mercado no hay quien pueda confiar. En la familia sí. Cada uno de nosotros somos responsables del futuro de los nuestros. Porque más allá de nosotros, sólo nos queda vender nuestro cuerpo y nuestro alma a alguna mafia, a alguna red clientelar que nos de protección a cambio de fidelidad ciega.
En muchos lugares del planeta la corrupción política y económica alimentan el clientelismo y se convierten en trampas para que nadie pueda escapar de esa situación. Nadie puede pensar que los pobres viven en la pobreza por voluntad propia. En la mayoría de los casos las personas que tienen la oportunidad de hacerlo optan por escapar de la pobreza.
Las personas pobres intentan romper el bloqueo, la trampa de ser pobres. Entrar en el círculo de cuantos viven una vida menos precaria. Y si no lo consiguen lo perciben como exclusión y rechazo de cuantos ocupan puestos superiores en la escala social.
Porque el verdadero riesgo de la pobreza consiste en enquistarse, producir un encapsulamiento de las personas en la penuria, la carencia, la falta de recursos, la precariedad de los empleos y de las vidas.
Por eso, una de las misiones de las sociedades modernas debe ser intentar alcanzar la igualdad. Y para alcanzar la igualdad es importante ser solidarios y acudir a taponar las heridas que generamos, la exclusión que producimos.
Pero aún más importante será apostar por la igualdad real, que dote a cada uno de aquello que pueda satisfacer sus necesidades y rompa las fronteras, las barreras, las brechas que siempre crean fracturas, que condenan vidas.