Entramos en internet y buscamos una tienda donde comprar muebles para la cocina (grande o pequeña), cambiar de coche (de cualquier marca), contratar un viaje barato (da igual dónde), encontrar un buen seguro (no importa de qué), o comprar un nuevo móvil (la marca es lo de menos).
Pronto comenzamos a recibir correos, sugerencias, anuncios que nos ofertan lugares donde viajar, compañías de seguros y de coches a los mejores precios, móviles de todas las marcas y compañías de telefonía dispuestas a ofrecernos gigas infinitos a precio de saldo.
Se ha convertido en algo habitual, unos ni nos damos cuenta, otros se sorprenden, no pocos lo aceptan con absoluta naturalidad y algunos se preguntan qué está pasando en nuestras vidas. Cada vez que utilizamos el móvil, o buscamos en internet, vamos dejando rastro de nuestros datos en manos de empresas de big tech, esas grandes empresas tecnológicas capaces de operar con agilidad con los grandes datos que hemos depositado en big data.
Está claro que no cualquiera puede operar con ese volumen de datos. El mayor poder de esas empresas big tech se concentra en las cinco grandes, las GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft). Empresas capaces de almacenar y explotar nuestros datos, clasificarlos por edad, controlar nuestra localización, desplazamientos, lugares de compra, estableciendo perfiles de cada uno de nosotros y determinando qué publicidad personalizada debemos recibir. No sólo saben lo que quiero, sino que saben lo que voy a querer, porque tienen la capacidad de crearme la necesidad.
Hay modelos de negocio en los que el uso publicitario del big data se ha desarrollado con mucha intensidad. El mundo de los seguros, los servicios, las finanzas, o muchas actividades comerciales, asientan ya buena parte de su actividad en el uso de la Inteligencia Artificial (IA) y sus algoritmos.
Uno de los problemas de la existencia de los GAFA, las big tech y la generalización de su uso para fines comerciales, se encuentra en la libertad de comercio. La libre competencia de la que tanto se vanaglorian los ultraliberales, puede quedar en nada, en manos del monopolio de unos pocos impuesta sobre la voluntad de muchos y todo ello pese a las regulaciones que algunos estados, o autoridades como las de la Unión Europea, intentan imponer para frenar el brutal avance de las grandes plataformas tecnológicas.
Sin embargo, no todo son malas noticias. La existencia de la IA nos permite mirar con mayor seguridad hacia un futuro incierto, porque tenemos más posibilidades al contar con multitud de datos disponibles y la posibilidad de procesarlos. Y esto ocurre en el caso de dos situaciones dramáticas como las que estamos viviendo: La de la pandemia y la de las catástrofes meteorológicas y naturales.
Claro que sólo a condición de que el análisis de los datos nos conduzca a producir transformaciones inmediatas en nuestra economía, en nuestras formas de vida, que contribuyan a prevenir los desastres. Las nuevas tecnologías, la potencia de nuestros ordenadores, dispositivos, smartphones, nos permiten hoy que los algoritmos realicen cálculos antes imposibles y que tomemos decisiones más seguras.
Las vacunas pueden ser diseñadas con mucha más rapidez, podemos prevenir la llegada de pandemias, terremotos, o borrascas y adoptar medidas para evitar sus peores efectos. Los diagnósticos son mucho más precisos, los tratamientos mucho más eficaces.
Tal vez podemos entenderlo mejor con un ejemplo cercano: el movimiento de nuestro cuerpo, detectado por el móvil, puede permitir detectar tempranamente la aparición de enfermedades como el Párkinson. Anticipar la llegada de la enfermedad es aumentar las oportunidades de combatirla.
Con todo, la clave es que el big data, las big five tech, la IA, el algoritmo, no pueden convertirse en un bosque en el que las personas terminemos perdidas en la selva del negocio monopolístico privado. La clave reside en quién es propietario de los datos y quien controla el uso de los mismos.
Auditar, inspeccionar el uso de los algoritmos es tarea esencial, pero no siempre fácil, teniendo en cuenta que el aprendizaje automático de las máquinas, el machine learning, hacen difícil controlar el laberinto. La máquina toma decisiones por sí misma, en función de lo que ha aprendido de decisiones anteriores, aunque eso pueda tener duras consecuencias sobre situaciones de discriminación en esas decisiones.
El papel de los seres humanos se convierte en decisivo. La ética, la deontología (los deberes y principios que deben regir cualquier desempeño profesional) adquieren aún mayor importancia. Las máquinas pueden acelerar nuestros cálculos, utilizando una masa ingente de datos en poco tiempo y ayudarnos a prevenir y anticipar enfermedades, desastres meteorológicos, o naturales, la llegada de pandemias y ayudarnos en la prevención y el tratamiento de las mismas.
Lo que no harán nunca las máquinas es asumir nuestra responsabilidad para que la libertad, la igualdad y la solidaridad sean los principios rectores de nuestras vidas sobre este planeta. Esa responsabilidad es exclusivamente nuestra.