Un año más en Atocha

Hace casi cuatro años, poco después del 24 de enero, día en el que como cada año conmemoramos el momento en que fueron asesinados los Abogados de Atocha, fallecía Lola González Ruiz. El pasado 20 de enero se cumplían 50 años del asesinato de su novio, Enrique Ruano, cuando se encontraba detenido por la Brigada Político-Social, la Gestapo del régimen franquista.

Hay pocas historias de amor tan tristes como la de Lola. Perdió primero a su novio Enrique, cuando ambos eran jóvenes estudiantes de Derecho y ocho años después, ya ejerciendo como abogada, dedicada a la defensa de los vecinos y vecinas de los barrios de Madrid, fue víctima del atentado perpetrado por un grupo ultraderechista en el despacho laboralista de la calle Atocha, 55. En el atentado quedó gravemente herida y perdió a su esposo Francisco Javier Sauquillo.

Se ha contado mil veces que el destino y el azar quisieron que aquella tarde los nueve abogados de los barrios intercambiaran su despacho, situado un poco más abajo, en la misma calle de Atocha, con el de los abogados laboralistas, que pasaban consulta en el número 55, dirigido por Manuela Carmena. Cinco de ellos murieron y cuatro sobrevivieron al atentado, pero quedaron marcados para el resto de sus vidas. Todos ellos. Especialmente Lola.

Cada nueva conmemoración del asesinato de los de Atocha suponía para ella un trago tan amargo que no pocas veces emprendía un viaje, para pasar ese día en un recogimiento que ni tan siquiera la distancia podía asegurarle.

La creación de la Fundación Abogados de Atocha en el Congreso de las CCOO de Madrid en el año 2004, pretendía mantener viva la memoria de los Abogados de Atocha y de ese impresionante movimiento de la abogacía antifranquista, que tuvo su expresión en las generaciones de abogados y abogadas jóvenes que se incorporaron a la defensa de los trabajadores, de la ciudadanía y de cuantos tuvieron que enfrentarse a los Tribunales de Orden Público de la dictadura.

Cada año, la Fundación concede los Premios Abogados de Atocha a personas e instituciones nacionales e internacionales que luchan por la libertad, la democracia, los derechos. Este año el premio ha recaído en el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio en México y en los Cantautores por la Libertad. Cada año, convoca un premio internacional de narrativa joven, así como estudios, publicaciones y actos vinculados al mundo del derecho y la justicia.

Sin duda una labor importante y elogiable, pero que obliga a quienes vivieron aquellos terribles días de enero a recuperar no sólo la memoria, sino el dolor que les fue infringido por la barbarie terrorista. Pienso, a veces, que el reconocimiento hacia ellos va acompañado por el peso insoportable de un instante que acabó con cinco vidas y seccionó en dos las de los sobrevivientes.

Para ellos ya nada volvió a ser igual. La ilusión por abrir las puertas de la democracia siguió ahí, sin duda, las ansias de libertad siguen intactas como entonces, pero con un sesgo de amargura que no es fácil reconocer en sus gestos, pero que está siempre presente.

Este año, además, acabamos de perder a la maestra de todos ellos, María Luisa Suárez Roldán, la mujer nacida en una familia republicana y laica, educada en la Institución Libre de Enseñanza y una de las primeras y escasas abogadas en las promociones universitarias de posguerra. La fundadora del primer despacho laboralista de Madrid, el de la calle de la Cruz, junto a Jiménez de Parga, o Antonio Montesinos.

Por ese despacho pasaron las jóvenes generaciones de abogados comprometidos con la defensa de las personas en los barrios, de los trabajadores en las empresas, de quienes eran perseguidos por buscar la libertad, la justicia, la convivencia democrática, la dignidad de las vidas y la decencia del trabajo. Muchas mujeres como Manuela, Cristina, Paca, la misma Lola.

Jóvenes que rondaban los treinta y que siguen marcando, desde su ya infinita juventud,  el nivel de compromiso, responsabilidad y ganas de vivir, que nos debemos exigir a nosotros mismos. Hoy serían mayores que yo, pero serán siempre más jóvenes de lo que hoy soy.

Son muy importantes en una democracia también joven como la española, pero en la que hemos cometido ya algunos peligrosos errores, hemos incurrido en disparates difícilmente justificables y hemos permitido perversos comportamientos hasta el punto de  aplaudir el envilecimiento, la iniquidad y no pocas vilezas, recorriendo el filo de la navaja de vernos abocados a la degeneración de la democracia y la degradación de la convivencia, que atraviesa territorios, ideologías, espacios políticos y sociales.

En nuestra democracia los de Atocha siguen siendo el espejo en el que juzgar si hacemos suficiente por la libertad, por la verdadera democracia en nuestras instituciones y organizaciones políticas y sociales. Si damos la talla en el esfuerzo de unir lo diverso y plural. Si pensamos en lo que es de todos, o sólo en el beneficio personal.

Los de Atocha hubieran querido, casi seguro, que el mejor homenaje que pudiéramos organizarles consistiera en nuestra defensa de la cada vez más maltrecha libertad, la cada día más deteriorada solidaridad y la cada vez menos valorada vida. La suya, la nuestra, la de cada persona.

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