En la cola del súper una cajera jovencísima va comprobando la compra que otro joven acaba de realizar y le comenta,
-Una compra de supervivencia.
El chaval sonríe y esboza un gesto de complicidad. Hay algunas claves en los productos que desfilan sobre la cinta transportadora que dejan claro que esa compra es de alguien que intenta salir del paso con ajustados recursos y muy básicos conocimientos de cocina.
Aguardo mi turno cuando la joven cajera comienza a explicar que ella ha pasado por ese trance y que es muy duro. También ella vivió una primera vez en la que se vio sola, lejos de sus padres, teniendo que realizar una primera compra de supervivencia para emprender sus estudios fuera de casa.
Luego enumera las carreras que habían cursado sus compañeras y compañeros de otras cajas. Había desde una historiadora a una trabajadora social y desde un profesor de educación infantil a una médica que estaba esperando para realizar el MIR. Carreras de ciencias o de letras parece que sirven igual para realizar labores de cajera en un supermercado.
Mientras escucho esta conversación, comienzo a pensar que hablamos poco de estas cosas, demasiado poco. Andamos entretenidos en contar contagios de la pandemia, los problemas con Cataluña, los desasosiegos de los Pantoja, los incendios del verano, o las olas de calor, mientras pasamos de puntillas, de soslayo, casi sin mirar, a las cajeras que nos cobran los productos diariamente.
Y pienso también cuánto nos cuesta formar a todos estos profesionales que terminan trabajando en un supermercado. Dependiendo de las carreras universitarias podemos estar gastando entre 30.000 y 100.000 euros, tan sólo en costes de la universidad, sin contar manutención, alojamiento, o desplazamientos de los universitarios, que asumen mayoritariamente las familias.
Si calculásemos los costes totales desde la infancia, hay quien estima que estaríamos hablando de entre 100.000 y 300.000 euros. Y entonces, después de realizar esta inversión en formación de personas, dejamos a un lado su cualificación y los condenamos a trabajar reponiendo productos, cobrando las compras en un supermercado, repartiendo a domicilio, o en una gran superficie, con contratos temporales, precarios y mal pagados.
En el mejor de los casos, al cabo de muchos años comenzarán a trabajar en un empleo más estable, aunque tenga poco que ver con lo que estudió. En el mejor de los casos se irá lejos, madrileños por el mundo, españoles por el mundo, para encontrar un trabajo bien pagado y que tenga que ver con su profesión.
Somos un país rico en términos relativos, pero no tanto como para poder permitirnos estos lujos de invertir abundante dinero en formar profesionales y luego regalarlos en el extranjero, o dejar que se queden en casa trabajando en oficios para los que se encuentran sobrecualificados.
Estas cosas merecen más atención y más ocupación de nuestros gobernantes y de todas y todos nosotros. Esto no son serpientes de verano con los días contados, sino una realidad que nos atenaza como país y siembra malestar en cualquier persona con dos dedos de frente.