Venimos de un mundo que se preparaba para vivir los más intensos momentos de felicidad gracias al uso de la Inteligencia Artificial, por lo menos así nos lo anunciaban en el caso de los países más desarrollados del planeta, entre los que creímos encontrarnos. El periodo de mayor libertad de elección de las personas estaba al alcance de la mano.
Pronto me bastaría desear algo, sin tan siquiera expresarlo verbalmente, para que mis ondas cerebrales hicieran que los billetes de avión llegaran a mi mesa, o para que los productos más insospechados fueran depositados ante mi puerta gracias a esos intrépidos porteadores llamados riders.
Modernas corporaciones dispuestas a anticiparse a mis deseos pugnarían por poner a mi servicio cuanto desease, gracias a la utilización de los famosos algoritmos, capaces de predecir de forma fiable qué voy a necesitar incluso antes de que comience a intuir que lo necesito. Eso sí, una libertad personal, intransferible, individualizada, casi incompatible con el uso de los derechos colectivos, con el compromiso social, o político, que parecen ya cosa anticuada.
Tengo derechos, pero nunca deberes cívicos con respecto al resto de mis conciudadanos. Sálvese quien pueda, trinca lo que puedas, no le debo nada a nadie, allá cada cual con su suerte, no es mi problema, no me interesa, no me preocupa. Si me siento mal, siempre puedo hacer una donación a una iglesia, o a una ONG que harán por mi esas cosas de las que no quiero saber nada.
Internet, el ciberespacio, las redes sociales están ahí para hacerlo posible. Las plataformas que manejan todos los datos que les regalo, me tratan de forma personal, no soy uno más, porque lo conocen todo de mí, me orientan, me aconsejan.
Sus algoritmos permiten que me conozcan en el ahora mismo, en el pasado y hasta cada unos de mis comportamientos, deseos, las decisiones que adoptaré en el futuro. Saben cómo seré y cómo será el mundo en el que viviré. Pero me siento bien, a fin de cuentas yo decido lo que quiero, soy el protagonista en Twitter, en Instagram, Facebook, o TikToc, con cada like que recibo sube mi autoestima.
Nadie me obliga a nada, sólo me aconsejan, me ayudan, me persuaden, para que tome las mejores decisiones para mí mismo. Es cierto que alteran un poco el orden tradicional de las cosas, la ley sagrada de la oferta y la demanda. Ahora lo importante es que aquello que me ofrecen comienza a ser necesario para mí, porque realmente siento que lo necesito. Pero no importa, lo necesito, lo quiero, lo tendré, tengo derecho a tenerlo.
Ellos tienen mis datos, tienen mi tiempo, mi atención, cuantos más datos míos tienen mejor me tratan, estoy todo el día pegado a sus pantallas, me envían publicidad, porque acaparan la publicidad, hasta el punto de que las grandes corporaciones como Amazon, Facebook y Google controlan dos tercios de la inversión en publicidad digital.
En la red me junto con los que piensan como yo, busco las opiniones que confirmen mis opiniones, les doy mis likes y bloqueo a quienes no sostienen mis ideas, me siento bien, formo parte de un grupo enfrentado a todos los demás, eso me mantiene activo, en relación con los míos, me siento fuerte.
El precio es que a veces me cuelan noticias falsas que quiero creer, que necesito creer, que difundo en todos los lugares que puedo. Me río con los GIFs que continuamente recibo, que distribuyo. Me siento bien. Un revolucionario sentado en el sofá.
Y ahora esto, la pandemia, un mundo descontrolado, que se ha dado la vuelta, que se abre paso a marchas forzadas. Y tal vez es que no basta este mundo digitalizado y ciberespacial al servicio de un consumo desaforado. Hay muchas cosas en la educación, en la sanidad, en los servicios sociales, en la atención a la dependencia, en el trabajo, que lo digital podría habernos facilitado y no lo ha hecho.
Tal vez no todo es la Inteligencia Artificial del algoritmo para saber qué compraré mañana, qué necesitaré, qué querré tener. Tal vez hay cosas que el algoritmo debería haber previsto, tales como la asistencia sanitaria pública que íbamos a necesitar, los recursos precisos para que la brecha digital no rompiera la igualdad en la educación, las regulaciones del teletrabajo y aquellos servicios que no pueden realizarse con medios digitales.
Tal vez deberíamos haber puesto el bien común y la ética por delante del carro de la modernidad de las nuevas tecnologías, los derechos de ciudadanía por encima del consumo adictivo. La libertad, la educación y la solidaridad de las personas, antes que los populismos, las noticias falsas, la propaganda, el sectarismo.
Podríamos comenzar el Año Nuevo con el firme propósito de fomentar el diálogo y buscar la verdad compartida, de utilizar los poderosos medios digitales para combatir la enfermedad y para facilitar la transición hacia un mundo más justo y respetuoso con la vida en el planeta.
Para hacer más Feliz el 2021.