En esta España de todos los demonios nunca tuvimos demasiados derechos laborales. Siempre a remolque, en el furgón de cola de eso que algunos llaman nuestro “entorno europeo”. Nuestros salarios siempre han sido más bajos, nuestras jornadas más largas, nuestros contratos más temporales, por más que en una revolución nominalista queramos llamarlos fijos.
Una situación de precariedad que convive con un colectivo de trabajadores al que no llamaremos fijos, sino estables, que han alcanzado el status de profesionales valorados, cualificados, con buenos salarios. Eso que algunos han dado en llamar “clase ociosa”, que se supone tienen derecho a disfrutar de la vida y de un ocio saludable.
Este colectivo existe y, de hecho, es el que tira del consumo, el que mantiene la ficción de una clase media potente. Y, en España, son muchos de estos trabajadores los que, paradójicamente, de forma voluntaria, o a la fuerza, eligen jornadas laborales prolongadas. Eligen presencialismo y más dinero, en lugar de optar por tener más libertad horaria.
Los precarios no pueden ni elegirlo tan siquiera. Tal vez por eso, con niveles de desempleo mayores que nuestros vecinos y con sistemas de protección social menos consolidados, hemos aceptado “reformas laborales” que, en otros países, han tenido niveles muy altos de contestación.
Las explosiones de los “cinturones rojos”, los suburbios, la periferia de muchas ciudades europeas, motivadas por anuncios de reformas precarizadoras, que vienen a sumarse a la precariedad, el desempleo, la falta de horizonte para los jóvenes, no han tenido correspondencia en nuestro país.
La alianza de sectores sindicalizados, organizaciones juveniles, estudiantiles y sociales, ha conseguido, en países como Francia frenar, limitar y controlar el deterioro laboral. Pero estos triunfos siempre son temporales y los ataques persistirán. Tras la rebelión de los chalecos amarillos, llegó la resistencia a la reforma de las pensiones.
Seguiremos consumiendo mientras sea posible. El dinero con el que consumimos no procede tan sólo del ahorro. Acabó la fiesta de las hipotecas y hemos vuelto a la fiesta del endeudamiento. Los precarios carecen de acceso al endeudamiento, pero el caso del colectivo de trabajadores estables es distinto.
Los trabajadores estables ganan buenos sueldos, trabajan mucho, se endeudan porque pueden. Esa es su peculiar y particular trampa. Ese círculo vicioso de trabajo y consumo. Es su imagen la que está en juego, es la demostración de su capacidad económica, financiera, de endeudamiento.
El ciclo del trabajo infernal, se cierra con esa inevitable tendencia inducida y creada que nos conduce a un consumo compulsivo. Pero ese consumo en tiempo de ocio tiene que ver con el tipo de empleo que tienes. Un empleo precario reclama un ocio que no requiere muchos gastos, un ocio pasivo. Engancharse a internet, a las redes sociales, consumir televisión en directo, o enlatada, en streaming. Tal vez adentrase en la aventura de recorrer pasillos de centros comerciales, lo cual te permite, sin gastos añadidos, estar caliente en invierno y fresco en verano.
Para los trabajadores fijos, estables, el mundo es distinto. Periodos de cortas vacaciones, pero con avión y todo incluido, o que incorporan experiencias que combinan lo físico, lo mental, el equilibrio personal. Echar mano de entrenadores personales, o adentrase en el deporte de aventuras.
El ocio se ha convertido en nuestros días en una fuente inagotable de negocios. Las empresas del ocio, ese sector en ascenso, se esfuerzan en canalizar hacia el consumo un tiempo libre limitado, convertir el tiempo en gasto. El ocio de los precarios es más de modelo hamburguesa, el de los más estables es un ocio de aventura dulzona, tipo película de Disney.
El capitalismo no es tan sólo un modelo de producción, es también un ejercicio de organización del consumo vinculado de forma muy estrecha con nuestro tiempo de ocio. Es este el gran éxito del capitalismo, su ventaja sobre comunismos y fascismos de cualquier tipo. Ese hacernos creer que somos únicos, irrepetibles, exitosos.
Hacernos creer que trabajamos para consumir y rellenar así nuestro tiempo libre. Pocos reconocerán este fenómeno, porque cualquiera que desde la política, el sindicalismo, el empresariado, e incluso desde las denominadas organizaciones sociales, se atreva a cuestionar el sistema en curso, será tachado de iluminista, utopista, radical, irrealista y fracasado.
Y nadie en su sano juicio puede permitirse transitar por el mundo como un fracasado. Veremos lo que da de sí la legislatura.