Hace ya bastantes años, determinados grupos de reflexión y pensamiento, instituciones, organismos internacionales, comenzaron a trasladarnos la preocupación por las transformaciones profundas y aceleradas que nos impone el poder tecnológico.
No son pocos los que han venido avisando de que, aunque no es la primera vez que asistimos a cambios profundos y revoluciones productivas, sí es verdad que es la primera vez en que la sucesión de los acontecimientos y la transformación profunda de las tecnologías que manejamos en todo los órdenes de la vida y a nivel planetario, se producen de forma tan acelerada.
Muchos son los que nos han advertido de que aquello que es de todos, lo general, lo público, el concepto de bienestar social, o de bien común, se estaban debilitando, dando lugar, en los últimos tiempos, a reacciones poco racionales, pero muy emocionales y profundas, propias de la vulnerabilidad en la que nos hemos instalado. Los populismos extremistas tienen el terreno abonado en nuestras sociedades.
Las promesas de la ciencia se han convertido en dogmas de fe según los cuales los experimentos genéticos, la inteligencia artificial, la neurociencia, la mezcla de ser humano y componentes tecnológicos, pueden convertirnos en seres completamente distintos, casi inmortales, con capacidades amplificadas y mejoradas.
Alimentamos sueños tan disparatados como el de ser capaces de terraformar Marte, en lugar de intervenir en la Tierra para evitar los problemas que pueden convertirla en inhabitable para nuestra especie, algo mucho más a nuestro alcance que los viajes interplanetarios masivos.
Pronto hemos podido comprobar los beneficios de la revolución tecnológica y de la digitalización en términos de consumo de productos, viajes, servicios de todo tipo, de información, pero no nos hemos parado a pensar en los efectos de la virtualización de nuestra vidas. Hay quien sostiene que lo virtual no es real, pero sería tanto como creer que sólo es real lo que podemos tocar.
Lo virtual es tan real que condiciona y vertebra nuestras vidas. Ha pasado a formar parte de nuestra cultura, junto a la utilización masiva, en términos de número y de tiempo, de dispositivos electrónicos, aplicaciones, programas, plataformas, que se han convertido en indispensables y sin los cuales ya no sabemos qué hacer. Lo hemos podido comprobar con alguna de las caídas de algunas redes sociales durante unas pocas horas.
Ese problema de dependencia comienza a ser preocupante, sobre todo cuando el efecto no es el de un mayor encuentro entre personas y una mayor participación social, sino la multiplicación de contactos esporádicos, durante un encierro y aislamiento cada vez mayores en nosotros mismos. Notamos un cierto efecto adormecedor, hipnótico, una adicción en muchos casos preocupante.
Y este efecto anestésico se produce al tiempo que nos entregamos a una sobreexposición de nuestros sentimientos y nuestra vida personal, lo cual adquiere tintes dramáticos cuando miramos las fotos y la información de hijos e hijas que circulan libremente por la red, merced a la exposición de sus propios padres.
Estos problemas se ven agudizados por la aparición de eso que denominan brecha digital. Una brecha entre países, una brecha en el interior de cada país. Al conjunto de desigualdades existentes en materia de rentas, educación, empleo, salud, vivienda, viene a sumarse ahora otra brecha que dificulta utilizar determinados bienes y servicios, al no disponer de la tecnología que nos los hace accesibles.
La pandemia nos ha situado ante la dificultad de nuestras personas mayores, o con algún tipo de discapacidad, las personas con problemas sociales, de salud, desempleadas, para acceder a la educación, a una pensión, a las prestaciones por desempleo, o a ayudas sociales. La atención telemática se ha convertido en un infierno para muchas personas.
Decir que es lo que hay, o que es lo que toca, no es una buena respuesta para afrontar estas situaciones. La pandemia ha sido un buen momento para contrastar los problemas, las insuficiencias, la deshumanización, el alto grado de tolerancia ante situaciones evidentemente injustas.
Tal vez, tras la pandemia, los gobiernos, las sociedades, no deberíamos entregarnos a la euforia de una recuperación económica y una anormalidad a la vieja usanza. Tal vez deberíamos tomarnos un tiempo para pensar, darle un par de vueltas y decidir qué queremos hacer con la revolución tecnológica y si la ponemos al servicio del dinero y del negocio, o al servicio del bienestar social y del bien común.
Esta es una de las encrucijadas de nuestro tiempo.