1001, el ayer y hoy de nuestros derechos

Hubo de adelantarse un día el homenaje, el reconocimiento otorgado por el gobierno con motivo del Día de Recuerdo y Homenaje a todas las víctimas del golpe militar, la Guerra y la Dictadura. Se le ocurrió a la Casa Real una muy mejor forma de celebrar el cumpleaños de la Princesa.

La Princesa, así, a secas, con mayúscula, la única que existe, incuestionada, incuestionable, había de jurar la Constitución en las Cortes, contribuyendo así a esa exaltación monárquica, tan necesitada en nuestros días, después de las aventuras procaces del abuelo que estuvieron a punto de echarlo todo por tierra.

Así que la Princesa juró la Constitución, recibió el Collar de la Real Orden de Carlos III, además de las medallas del Congreso y del Senado. Eso sin contar con que la Presidenta madrileña, empeñada en ser el perejil de todas las salsas,  le ha concedido la Medalla de Oro de la Comunidad de Madrid y que ha inaugurado un nuevo Libro de firmas ilustres de visitantes del Congreso.

Y para que momentos tan mágicos y exaltaciones tan grandiosas tengan lugar, el Día de recuerdo y homenaje a las víctimas hubo de adelantarse. No hay mal que por bien no venga, cuentan que dijo el Dictador, también único, con mayúsculas, incuestionado, incuestionable, al ser informado del atentado contra su fiel Carrero Blanco. Ese Dictador que murió matando y que dejó todo atado, bien atado y en manos del abuelo de la ya mencionada Princesa.

Este año, los reconocimientos de las víctimas han recaído en personas perseguidas, represaliadas y fusiladas en ambos bandos. Mujeres como María Teresa León, Tamara Melchor, Conchita Grangé, Cristina Almeida, María del Mar Sánchez, o Victoria Pujolar. Poetas como el catalán Salvador Espriu, o Gabriel Aresti. Hombres perseguidos como Jose Luis López Aranguren, José Luis Demaría, los hermanos Deza, Nicolás Sánchez-Albornoz, el que fuera alcalde de Madrid, Pedro Rico, o Jesús Requejo.

Y junto a ellos, en un reconocimiento colectivo, los del 1001, los Diez de Carabanchel, la cúpula de las ilegalizadas y clandestinas Comisiones Obreras, detenidas en el convento de los padres Oblatos de Pozuelo de Alarcón el 24 de junio del año 1972.

Su delito no era otro que organizar un sindicato libre para reivindicar los derechos de los trabajadores en una dictadura que no vio con buenos ojos que, en el interior de sus Sindicatos Verticales, de empresarios y trabajadores, se organizase una fuerza que reivindicaba la libertad, los derechos laborales, la democracia. Una organización de los trabajadores capaz de ganar las elecciones sindicales en las empresas.

Año y medio después de su detención, el 20 de diciembre de 1973, se cumplen pronto 50 años, comenzaba el juicio contra ellos, el mismo día elegido por ETA para acabar con la vida del más estrecho colaborador del dictador, el almirante Carrero Blanco, Presidente del Gobierno, al que hicieron volar por los aires, en la calle Claudio Coello.

El juez que presidía el Tribunal que juzgaba a los del 1001, Francisco Mateu, luego también asesinado por ETA, en la misma calle Claudio Coello, donde vivía, suspendió el juicio, tras afirmar,

-Si por mí fuera los fusilaba a todos ahora mismo.

El resultado del juicio, en estas circunstancias, no podía ser otro que los más de 161 años de cárcel impuestos a los condenados, trabajadores que no habían cometido ningún acto de violencia, pero que sufrieron las consecuencias de la rabia infinita y los deseos de venganza de una dictadura agonizante, pero sanguinaria hasta el final.

Sin Eduardo Saborido, Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius, Pedro Santiesteban, Fernando Soto, Francisco Acosta, el cura Paco García Salve, Juan Muñiz Zapico, Miguel Angel Zamora, o Luis Fernández Costilla, los Diez de Carabanchel, los procesados en el 1001, no hubiera llegado la democracia, o al menos la que hoy conocemos, ni la Princesa, así con mayúscula, hubiera jurado Constitución alguna.

Como gusta recordar Nico Sartorius, el dictador falleció en la cama, pero la dictadura murió en las calles. Nadie nos regaló nada. No fue el empuje de las fuerzas políticas y la labor de unos líderes carismáticos, reunidos en despachos, los que trajeron la democracia.

Fue la galerna de huelgas, la presión social a favor de los derechos laborales y sociales, a caballo entre 1975 y 1976, la que condujo al proceso de Transición que fue irreversible cuando el asesinato de los Abogados de Atocha, el 24 de enero de 1977, hizo inevitable la legalización del PCE, en la Semana Santa de ese mismo año y de los sindicatos el 27 de abril.

Se me ocurre que la mejor jura de la Constitución de 1978, hubiera consistido en acudir al acto de reconocimiento a las víctimas de la Guerra Civil y la Dictadura, estrechar la mano de los homenajeados, abrazar a los del 1001 y charlar un ratito con todos ellos.

Hace diez años, cuando me encargaron la responsabilidad de Formación Sindical en las CCOO, una de  las tareas que me propuse fue la de facilitar el encuentro de nuestras afiliadas y afiliados con los del 1001 y con los de Atocha.

Aquellos encuentros por todos los rincones de España, abrieron las mentes de muchas gentes trabajadoras para entender el valor de cuantos se jugaron el tipo alguna vez, para que nosotras y nosotros fuéramos hoy libres y disfrutáramos de una convivencia democrática.

Con muchos defectos y con grandes virtudes, con derechos siempre amenazados, pero con la posibilidad siempre cierta de defenderlos cuando son agredidos, conquistarlos cuando los descubrimos, recuperarlos cuando nos han sido arrebatados.

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