Campaña permanente

Si algo caracteriza a los habitantes de los tiempos convulsos que vivimos es que nos hemos acostumbrado a vivir en la tensión permanente. Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos debemos transitar el día en estado de alerta, en campaña electoral permanente, en competencia persistente, continua, pertinaz.

No siempre fue así. Los mayores del lugar sabemos que hubo un tiempo en el que la cooperación en el trabajo, en los estudios, entre vecinos, tenía valor en sí mismo y formaba parte de las buenas prácticas que se pedían a la ciudadanía.

Ahora nadie recuerda eso y la competitividad, la competencia, la productividad, se han convertido en lo cotidiano y habitual, lo políticamente correcto, lo aceptado de forma generalizada. El realismo, esa buena conciencia de los hijos de puta, según nos explicaba Georges Bernanos, se ha convertido en la disculpa para aceptar todo tipo de desmanes.

Para sobrevivir en esta jauría humana nos incorporamos a una secta, a un grupo, a un partido, a un club, a una mara, una mafia, una banda, donde esperamos ser aceptados y al que juramos fidelidad, a cambio de un cierto nivel de protección.

Quedan prohibidas las discrepancias, los matices, las opiniones diversas y plurales. Eres o no eres, estás con nosotros o contra nosotros. Eres uno de los nuestros, o eres de los otros, o aún peor, no eres de nadie.En ese caso eres doblemente peligroso.

En política el gobierno no sufre la menor tentación de integrar a la oposición, Ni tan siquiera de acordar y adoptar una parte de sus propuestas. Por su lado la oposición convierte la tarea de deslegitimar al gobierno en su principal papel diario.

Así las cosas, a la ciudadanía no le quedan otras posibilidades que alinearse mecánicamente con unos o con otros, cosa que ocurre con frecuencia entre los militantes bregados y bragados venidos del pasado, o lo que es mucho más frecuente, pasar de todos y considerarlos iguales en sus prácticas de gobierno.

Todos sabemos, por ejemplo, que la carrera por ofertar viviendas no tiene sentido, porque hemos escuchado propuestas similares muchas veces y luego nunca se han cumplido. Todos sabemos que la ley del sólo sí es sí ha tenido alguna que otra metedura de pata y que no hubiera pasado nada por reconocerlo y enmendarla.

Todos sabemos que los pactos de estado que se ofrecen cuando ya son imposibles, serían ahora incómodos camarotes de los hermanos Marx, que no llegarían a buen puerto, porque quienes los plantean sólo intentan satisfacer a una parte del electorado que se ha hastiado de tanto maniobrerismo y que puede dejar de votar a unos y otros por igual.

Me viene a la cabeza aquella premonitoria y profética novela de Saramago, Ensayo sobre la lucidez, en el que el 83% de la población vota en blanco en una revuelta pacífica ante la realidad de una política y unos políticos mediocres, engreídos, alejados de la vida y de sus problemas.

No fue novela cómoda para Saramago, que tuvo que padecer las críticas y los ataques que soportan cuantos en algún momento se atreven a cuestionar el ejercicio del poder y las cloacas que se generan a su alrededor, sea cual sea el signo del poder en cada momento.

Iniciamos una nueva campaña electoral. Hubo un momento en el que algunos creyeron que la nueva política sería capaz de restablecer la confianza de las personas con sus representantes públicos. Hoy aquellas esperanzas se han desvanecido. Hay más fuerzas políticas en liza, pero sus promesas y sus prácticas no se distancian mucho de cuanto ocurría antes de su llegada.

Habrá quienes voten pensando en cuál es el autobús que les deja más cerca de casa, o quienes lo hagan con convicción. Habrá quienes no voten y quienes voten en blanco, pero, a decir verdad, sin grandes ilusiones por los candidatos, por su capacidad de unirnos, o la verosimilitud y fiabilidad de sus promesas.

Dicho esto, votaré una vez más, pero los políticos deberían aprender que nuestro voto es cada vez menos un regalo cada cuatro años y se convierte más en una exigencia de compromiso para mañana mismo.

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