El debate sobre el trabajo en revolución

Todo se ha acelerado, revolucionado dicen algunos, en nuestro mundo. El único mundo que existe, el único que tenemos, el que estamos a punto de perder definitivamente. Si miramos hacia atrás en el tiempo podemos constatar que los humanos no fuimos muchos más, ni mucho más grandes, ni mucho más ricos, durante miles de años, decenas de miles de años, tal vez.

El despegue comenzó a anunciarse tras la conquista de América y la expansión de los imperios por todo el planeta. Hubo que esperar, sin embargo, a la Revolución Industrial de mediados del siglo XIX para que la curva del crecimiento se disparara definitivamente. Ahora sí, fuimos muchos más y la riqueza fue mucho mayor.

Podría parecer que vamos disparados hacia un futuro mucho mejor, pero si nos molestásemos en pensar un momento veríamos que sólo estamos asistiendo a un crecimiento económico brutal y a una multiplicación del número de pobladores humanos del planeta.

Eso puede producir un espejismo muy satisfactorio para nuestros gobernantes y bastante placentero para los ricos del mundo, pero olvida que nuestro futuro se ventila en algo mucho más sustancioso que nuestra riqueza acumulada y creciente, sobre todo si reparamos en que durante decenas de miles de años nuestro papel en el mundo fue muy distinto.

Tras casi dos siglos de aceleración en la extracción, consumo y destrucción de recursos del planeta podemos creer que es imposible entender este mundo de otra manera, pero bien puede ocurrir que estemos viviendo dentro de un ensayo sobre la ceguera.

La ceguera de un crecimiento constante y acelerado, en el que las crisis cíclicas eran sólo un pasito hacia atrás para volver a reajustarse y tomar impulso, ha sido sustituida por un escenario pantanoso en el que las crisis y los acelerones se solapan y hasta llegan a convivir, como ocurre con la famosa estanflación.

El aumento del paro puede convivir con el crecimiento económico, la ruina de unos con el crecimiento de la riqueza de otros, las subidas de los precios pueden ser simultáneas con el estancamiento y la recesión económica. El cambio climático, el desorden de las estaciones, parece que se ha apoderado también de la economía.

Ahora resulta que el crecimiento no puede ser infinito, que los recursos escasean, que el clima se descontrola y produce desastres y que los equilibrios entre potencias producen monstruos en forma de guerras y de regímenes que desprecian los derechos de los seres humanos.

Ahora parece ser que deberíamos pensar en seguir adelante creciendo menos, decreciendo incluso, aprendiendo a vivir de otra manera más sobria y austera, sin que eso tuviera que significar el final de nuestra existencia sobre el planeta. Sobre todo para intentar que nuestra desaparición como especie no se produzca.

Todo comenzó, ya lo hemos dicho, hace unos doscientos años, ya bien entrado el siglo XIX, allá por los años 20 del 1800. Ahí es cuando nuestro mundo comenzó a decantarse definitivamente y sin vuelta atrás hacia la Revolución Industrial. Una revolución que cambió las estructuras y el funcionamiento de la economía, pero también conmocionó y transformó la política, la cultura, la sociedad.

La tecnología como motor de la Historia. Durante decenas de miles de años, los seres humanos yendo de un lado para otro siguiendo los designios de los cambios climáticos, ya fueran glaciaciones o deshielos y en poco más de 500 años, especialmente los últimos 200, la tecnología nos ha hecho creer que dominaríamos el mundo, hasta que hemos despertado en mitad de un mundo acelerado sobre el que hemos perdido todo control.

La crisis global, que comenzó siendo financiera en 2008, la pandemia, el cambio climático, el aumento de los desastres naturales, los conflictos bélicos, la pérdida de contenidos y valores democráticos a lo largo y ancho del planeta, nos han conducido a la aceptación de la precariedad de nuestras vidas en un mundo incierto, inseguro, permanentemente inestable.

Un día es la guerra de Ucrania, que viene a sumarse a las tan desconocidas e ignoradas de Siria, el Kurdistán, Yemen, Somalia, o los países del Sudeste asiático. Otro día amanecemos con el horror hipócrita del Mundial de Qatar. Y un tercero nos topamos de bruces con la incapacidad de los gobernantes para alcanzar acuerdos que permitan asegurar la supervivencia del planeta.

Decididamente necesitamos aprender a ver el mundo de otra manera y a vivirlo de forma muy diferente. Encontrar algún sentido placentero y satisfactorio para el trabajo humano. Entender que la revolución tecnológica no puede salir adelante sobre nuestra decisión de pisotear la vida en el planeta.

Lo que no sé es si aún seremos capaces de ponernos de acuerdo para hacerlo, o si el mundo descabalado y descabellado que hemos creado tiene ya vida propia y su lógica infernal va a impedirnos enderezar el rumbo, encauzar el desastre, evitar la autodestrucción. No lo sé. Todo un reto para el nuevo año que se avecina.

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