Terror y trabajo

Dicen que la palabra trabajo proviene del latín tripaliare, el acto de atar a alguien a un artefacto de tres palos cruzados, el tripalium, para someterle a un castigo, desde azotarlo, hasta asarlo a fuego lento. Y es que el trabajo siempre ha tenido ese componente de servidumbre, tortura, sometimiento al terror impuesto.

Hemos llegado a un punto de la historia, a un momento en el tiempo, en el que la aceleración de la enésima revolución industrial, los avances de la digitalización, están alentando el surgimiento de visiones peregrinas como la del fin del trabajo, o tan estrambóticas como la de la terraformación de planetas como Marte.

Así nos encontramos inmersos en un mundo en el trabajamos para tener dinero y acceder a un nivel de vida que confundimos con nivel de consumo. Trabajamos para consumir ocio en sus muchas y diversificadas formas. Un ocio depredador del tiempo y del planeta.

Disfrutamos el ocio de turistas, que no viajeros, propietarios ilusos de nosotros mismos tan sólo mientras pagamos el precio de precarización de nuestras vidas y de trabajos con plena disponibilidad, precarios y con salarios en descenso.

El trabajo se acaba, llega a su fin y la sociedad del ocio es lo que nos espera. O al menos eso nos cuenta un interminable ejército de vendedores, comerciales, mercaderes, tratantes y expertos en merchandising. Lo cierto y verdadero es que tras un par de siglos de revolución industrial, las generaciones del futuro, ya sean millennials, Y, o Z, se preparan para vivir por primera vez un futuro peor que el de sus progenitores.

Es lo que tiene vivir en un mundo globalizado, un planeta sin fronteras para el dinero, ni para los productos. Un mundo sometido a la revolución tecnológica, a la digitalización obsesiva, a la recomposición de los polos de poder en torno a nuevas alianzas como la formada por China, Rusia, la India, Brasil, Sudáfrica, los famosos BRICS ahora transformados en BRICS+, con la incorporación de países como Egipto, Irán, Etiopía, o Arabia Saudí, entre otros.

El problema es que el desmadre comienza a imperar y la lógica de los mercados y del expolio capitalista, está acabando con los recursos de muchos estados, comprometiendo el futuro de infinidad de empleos sometidos a la deslocalización, liquidando los restos de estado del bienestar que sobrevivieron al auge del neoconservadurismo y del ultraliberalismo de las décadas pasadas.

En los países emergentes las condiciones de vida, la contaminación del aire y de las aguas, los trabajos miserables, la pobreza de las familias, el paro, comienzan a degradar la convivencia y convierten en fallidos sus experimentos de crecimiento económico a toda costa.

Pero los países desarrollados tampoco escapan de la maldición. Las deslocalizaciones de empresas, las fugas de capitales, las exigencias de flexibilización de las relaciones laborales, la falta de expectativas de la juventud se convierten en la base para la agudización y radicalización del conflicto social y el crecimiento de las opciones populistas de ultraderecha.

En sociedades como la española asistimos a una dualización imparable pese a la acción de los partidos de la izquierda, o de las organizaciones sindicales de cualquier signo. No es una afirmación acusadora, sino una constatación de lo que nos está ocurriendo.

Trabajadores fijos, estables, con condiciones reguladas en convenio, salarios dignos y jubilaciones anticipadas, frente a trabajadores precarios, asalariados  pobres, mileuristas con contratos temporales, a tiempo parcial. Mujeres, jóvenes, parados de larga duración de más edad.

Un grupo social de clase trabajadora que puede al menos elegir si trabaja más para ganar mucho más, o si se limita a ganarse dignamente la vida disfrutando de más tiempo libre. Otro grupo social de clase igualmente trabajadora, pero que ha visto cortado el acceso a una vida plena, a elegir el disfrute de un tiempo de ocio y de sus familias.

Pero incluso en el caso de poder tomar decisiones sobre tu vida y tu futuro, incluso en el caso de optar por el disfrute de más tiempo libre, el modelo de sociedad de consumo nos conduce a unos escenarios de ocio denominado activo, en manos de nuevos desarrolladores, grupos empresariales que se especializan en convertir nuestro asueto en nueva fuente de negocio, en nueva posibilidad de consumo.

Un modelo de ocio que llaman activo contrapuesto al que se oferta a otras muchas personas condenadas a la consola, las plataformas, las pantallas de televisores y todo tipo de dispositivos, las aplicaciones y algunos momentos de restaurante, chiringuito playero, fiesta nocturna y gimnasio de proximidad.

En un mundo así el trabajo se encuentra lejos de ser concebido como una actividad creativa y liberadora. Se trata,  más bien, de un escenario al que acudimos para alimentar el temor, la sumisión y la obediencia. Un lugar donde el trabajo es otra manera de  cultivar el terror como forma  de sometimiento.

Una realidad que debería hacernos reflexionar en todo los ámbitos de la izquierda, si aspiramos a la hegemonía cultural, política y social.

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