Acaba de constituirse el nuevo gobierno de la Comunidad de Madrid repitiendo el formato ya ensayado en otras comunidades y ayuntamientos: Un bipartito ultraconservador y ultraliberal, con apoyo de los ultraderechistas. Si alguien pensaba en un cambio de políticas, derivado de las transformaciones que se han producido en la partitocracia nacional, parece que se ha equivocado.
Los consejeros designados por la nueva Presidenta, todos y cada uno de ellos, podrían formar parte de cualquier gobierno anterior del PP. De hecho, algunos de los designados como consejeros ya lo habían sido anteriormente, o formaban parte del ardoroso proyecto político del aguirrismo. Otros proceden del transfuguismo hacia Ciudadanos, o de los cuarteles de invierno de las huestes de Aznar.
No conviene olvidar que el propio líder nacional, Pablo Casado, representa la refundación del aznarismo, forjado políticamente en el charco de ranas de Aguirre. Un gobierno, por cierto, en el que las mujeres ocupan tan sólo tres de las trece consejerías. Toda una señal.
No sé muy bien si estamos ante la última bocanada de la vieja política, o ante un nuevo ejercicio de gatopardismo encaminado a dar la apariencia de que todo cambia para que todo siga igual. Se me ocurre que quien más tiene que perder en este juego es Ciudadanos que, tras abandonar sus posiciones liberales y centristas, queda convertido en muleta útil de una derecha recauchutada que gobernará sometida a los caprichos de una ultraderecha sin cuyo apoyo ningún proyecto saldrá adelante.
Madrid es un lugar complicado para cualquier gobierno. Viene de lejos. En Madrid todo parece tranquilidad absoluta, un ejercicio ciudadano de paciencia infinita, hasta que el conflicto se escenifica en forma de revuelta, rebelión, insurrección de los Gatos. Motines que casi siempre son aprovechados, alentados y no pocas veces instigados desde algunos poderes económicos y sociales que se sienten damnificados y postergados por otros poderes en ejercicio.
Así parece que ocurrió en aquel Motín de los Gatos de 1699. Madrid parecía tranquilo, entregado al ejercicio tradicional de buscarse la vida sirviendo a las tramas cortesanas. Estamos a finales de abril, las necesidades básicas pasan por algo tan esencial como poder comer un pedazo de pan cada día. Los alimentos andan caros y el trigo es el sustento nacional por excelencia. Cada día más caro. Las reservas de la última cosecha se encuentran en las últimas y aún falta tiempo para saber si la nueva cosecha será suficiente.
El Rey Hechizado, Carlos II, también se encuentra en las últimas, sin herederos y en mitad de una disputa cortesana constante entre los austracistas, partidarios de los Habsburgo, que pujan por entregar la corona al archiduque Carlos y los borbónicos partidarios de que el heredero sea Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV. Así las cosas, los madrileños se echan a la calle dispuestos a todo.
Los austracistas, con el apoyo de la reina María de Neoburgo, controlan el gobierno, a través del valido, el Conde de Oropesa, quien tiene que bregar con la revuelta madrileña, hasta que el propio Rey se ve obligado a comparecer en los balcones de palacio para calmar los ánimos de una multitud que grita, una vez más, ¡Viva el Rey y muera el mal gobierno! El borbónico Cardenal Portocarrero actúa como mediador, entre las aclamaciones de los Gatos alzados.
Las consecuencias no se dejan esperar. El valido Álvarez de Toledo, conde de Oropesa, pierde el cargo. Portocarrero le sustituye en el puesto. Carlos muere un año después y España se despeña hacia una nueva y larga Guerra Civil que reemplaza a los Austrias por los Borbones.
Habrá quien diga que las revueltas del Antiguo Régimen, provocadas casi siempre por las hambrunas pertinaces, tienen poco que ver con la política actual. Para desmentirlo basta pensar que los catalanes aún fijan aquel 11 de septiembre de 1714, cuando cayó Barcelona en manos de los Borbones, como el momento que justifica su nacionalismo rampante.
Basta pensar que el Motín de los Gatos, también conocido como Motín de Oropesa, no fue ni el primero, ni el último momento en que Madrid, hasta las narices de aguantar problemas y esperar soluciones siempre postergadas, se lanza a la calle y amenaza a los poderes legalmente instituidos, pero incapaces de legitimarse con sus actos.
Tomen nota nuestros gobernantes. Los tiempos están cambiando, para bien, o para mal. Ya no basta ganar unas elecciones para obtener la seguridad de cuatro años de gobierno tranquilo y sin sobresaltos. Hoy las hambrunas no son de pan, sino de derechos adquiridos, conquistados, disfrutados y en riesgo. Cualquier gobierno debería de tomarlo en cuenta y administrar lo que es de todos desde el diálogo, evitar escándalos, soberbias y corrupciones, atender a los problemas de las personas, embridar a los grandes grupos económicos de poder. Explicar cada medida, cada cambio, cada nueva propuesta. Reconocer los errores y enmendarlos a tiempo. Porque se puede engañar a un gato todo el tiempo, pero no se puede engañar a todos, todo el tiempo.