Difundo, a través de algunos grupos de las redes sociales en las que participo, la noticia de la muerte del poeta Carlos Álvarez. Al poco recibo una nota desde Italia de la profesora y poeta Paola Laskaris en la que me envía una foto de uno de los poemas de Carlos, sacado del libro Escrito en las paredes.
El poema, en italiano, se titula, Emigranti, di voi la Spagna ha bisogno (Emigrantes, España os necesita),
España os necesita/ para que mane el río,/ para que crezca el árbol,/ para lograr la alquimia cotidiana/ de convertir en pan la piedra dura/ Os juro desde aquí que os necesita…/ España/ sudor que se derrama en otros vasos,
Un poema dedicado a esos emigrantes que partieron de España en busca de cuanto su patria les negaba, como aquellos otros emigrantes que llegan ahora como inmigrantes a nuestras tierras buscando todo aquello que su tierra les ha vedado, vetado, prohibido.
Aquel libro, el primero de Carlos Álvarez, data de 1962, año en el que resultó finalista del Premio Antonio Machado en París. El libro vio la luz en danés al ser galardonado en el Premio Lovemanken, otorgado por los poetas daneses.
Manuela Temporelli me llamó el domingo para comunicarme que Carlos había muerto. Sabía que estaba delicado porque en los últimos años se le hacía muy cuesta arriba participar como presidente del jurado del Premio Internacional de Poesía Andrés García Madrid que convoca el Ateneo 1º de Mayo de CCOO de Madrid.
Recuerdo que Carlos Álvarez era un poeta de referencia en aquellos años de la dictadura y la transición. Leíamos sus poemas como leíamos a Alberti, a Neruda, Miguel Hernández, Machado, o Lorca. Algunos más forjados en la poesía se atrevían con Cernuda, Aleixandre, Juan Ramón, Bergamín.
Leíamos a Carlos Álvarez como escuchábamos a Aute, Serrat, María del Mar Bonet, Luis Pastor, Pablo Guerrero, Elisa Serna, o Paco Ibañez. Le leíamos como leíamos a Gil de Biedma, Gloria Fuertes, José Hierro, Gabriel Aresti, Ángel González, Antonio Hernandez, Paca Aguirre y Felix Grande, Gabriel Celaya, Blas de Otero, o Caballero Bonald.
Eran los poetas de la libertad, los que nos sacaron del monótono y arduo discurrir de la rima. Los que nos enseñaron que el ritmo convierte en música la palabra. Los que nos acercaron la poesía a la vida y nos invitaron a escribir poemas con cada alegría y cada tristeza de nuestra vida.
Así me animé un buen día a escribir poemas un poquito más allá de los poemas de amor y de dolor que en algunos momentos juveniles pergeñé. Así es como llegué a la Tertulia que dirigía Indio Juan. Escribí un primer racimo de poemas cargado de imágenes de barrio, escombreras, descampados abandonados, riachuelos infectos que regaban huertas valladas con somieres oxidados trabados con alambres.
Con aquel pequeño poemario, casi mejor una plaqueta, un anuncio de algo que llegaría a ser más extenso, al que di el nombre de Aguas Abajo, decidí presentarme al Premio Andrés García Madrid, en su primera edición en 1999, al que concurrieron más de 450 poemarios. El jurado, presidido por Carlos Álvarez, me concedió el primer premio.
Un buen día, hablando con Carlos, me dijo que aquellos poemas le recordaron a Valle-Inclán y que, por eso, apostó por ellos en las deliberaciones del jurado. Soy maestro y no conozco mejor manera de decirle a alguien, de invitarle, Sigue adelante, sigue escribiendo, adéntrate, sigue escribiendo poesía. Esas formas, esas maneras, eran las que caracterizaban a Carlos Álvarez, un auténtico maestro de poetas.
Carlos nació en Jerez de la Frontera. Su padre era capitán de la guardia de asalto republicana, permaneció fiel a la República y fue fusilado por la tropas de Queipo de Llano durante la Guerra de España. Su madre marchó con sus hijos a Madrid, donde vivió la familia y donde Carlos comenzó a escribir y a participar en actos poéticos como el homenaje a Antonio Machado en Baeza. Su compromiso le condujo a la cárcel y al exilio, como militante comunista y antifranquista.
Era, sin duda un poeta del pueblo, un poeta comprometido y sus versos tenían mucho de poesía social, pero que nunca utilizó esa militancia y ese compromiso para esquivar el enfrentamiento consigo mismo. Su poesía era también parte de esa batalla personal que todo poeta lleva dentro,
Porque al final del día está la muerte/ y en medio, las palabras ancestrales/ que marcan como el fuego,/ que como la ponzoña nos enturbian…/ y la luna…/ y la luna, mi amor, me asalta a veces/ desde el espejo más inofensivo,/ (si hay espejo que pueda estar sin culpa)/ desde la esquina en que dormita un árbol/ (si hay un árbol sin rama estremecida).
De su poemario Aullido de licántropo
Como ocurre con la obra de cualquier creador, perdemos un amigo, un maestro, un hombre siempre cercano, siempre solidario, pero sus poemas siguen entre nosotros, una parte de él sigue viva en nosotros, como una demostración de que las grandes preguntas y el compromiso con la vida siguen siendo parte esencial de lo mejor de los seres humanos.