La llamada Transición española, ejemplo para unos, traición para otros, desconocida para la inmensa mayoría, fue un complejo ejercicio de realismo y sentido de la oportunidad, que comienza poco antes de la muerte del dictador y que se prolonga hasta el momento en el que el Partido Socialista gana las elecciones de 1982 y se da por entendido que el proceso de transformación de una dictadura gris y sangrienta que duró casi 40 años en una democracia europeísta y constitucional, se ha consolidado definitivamente.
La compleja derecha franquista, compuesta por falangistas, tradicionalistas, católicos propagandistas, tecnócratas opuesdeístas y toda clase de allegados y negociantes que hicieron su agosto al calor de sus buenos tratos con el Régimen, se daba cuenta de que el franquismo después de franco tenía los días contados.
La oposición al franquismo, era un collage no menos complejo, compuesto por socialistas de diferentes siglas, comunistas de otras tantas adcripciones marxistas, marxistas-leninistas, estalinistas, maoístas, trotskistas, democristianos y hasta algunos monárquicos y anarquistas en sus acepciones de anarquistas puros, sindicalista revolucionarios, anarcosindicalistas, o anarcocomunistas.
Todos aquellos que se enfrentaban a la dictadura eran conscientes de que muerto Franco y después de celebrar la victoria que la historia les robó, algo habría que hacer para enterrar el franquismo político, teniendo en cuenta que el franquismo económico y social no había muerto. Vaya, que la suma de siglas no aportaba suficiente fuerza acumulada como para reproducir un 25 de abril portugués a la española.
Por eso la Transición consistió en un difícil ejercicio de suma cero. Todos ganan y todos pierden. Cuando hoy los neofascistas y los neoizquierdistas ponen en cuestión el Régimen del 78 y condenan a sus actores, hacen lo mismo que aquellas personas que juzgan los actos y las ideas de otras civilizaciones y culturas anteriores, distantes, o ajenas, a la luz de nuestros principios y creencias.
La Constitución Española era una declaración de intenciones que, con el tiempo, muchos han convertido en papel mojado, a base de incumplir los derechos recogidos en la misma. Pasados los años, en muchos aspectos, es como si la Constitución hubiera sido abolida. Como si fuera cosa del pasado, sometida a los vaivenes políticos y a los intereses personales y colectivos de ricos y poderosos.
Durante muchos años, en esta etapa de nuestra historia reciente, los conflictos no habían acabado, pero desde todas las partes se intentaba que no desembocaran en situaciones de bloqueo, o irresolubles. Aquello dio lugar a la cultura del diálogo social.
Claro que ETA seguía existiendo. Claro que muchas confrontaciones entre empresarios y sindicatos, con la participación de los gobiernos de turno, acabaron en huelgas generales. Claro que muchos problemas sociales no contaban con el consenso necesario para afrontarlos y resolverlos y desencadenaron revueltas populares.
La famosa Huelga General del 88 es una buena demostración de las tensiones existentes en algunos momentos. La clase trabajadora había pagado un precio muy alto por la democracia. Las trabajadoras, los trabajadores, fueron los costaleros de la democracia de los que habla un actor de aquellos días como Nicolás Sartorius.
La democracia sin justicia social, sin equilibrio en el reparto de las rentas, sin estabilidad en el empleo y salarios decentes, sin seguridad en las prestaciones por desempleo, en la inserción laboral de nuestros jóvenes, en las pensiones de nuestros mayores, en las prestaciones sanitarias, sin poder acceder a una vivienda digna y a unos sólidos sistemas de protección social, no es una democracia fuerte. No es democracia plena. No es tan siquiera democracia.
Toca hablar hoy de una derecha que perdió sus papeles entre las nieblas conspirativas que ella misma alentó tras los atentados del 11-M. Desde entonces perdió el Norte, perdió el alma de derecha europea y civilizada y se adentró en los turbios y escabrosos senderos que le va abriendo una ultraderecha crecida, envalentonada, gracias al descrédito de la política y de los políticos.
Sabemos que no quieren a Pedro Sánchez. Sabemos que dicen que les gusta la fruta. Sabemos que anhelan su turno de poder. Pero más allá de eso, no sabemos qué van a hacer con la sanidad pública, ni con las pensiones, ni con los incendios, los desastres y las DANAs, ni con la educación pública, las desigualdades y la pobreza.
Sabemos que quieren expulsar inmigrantes, pero no han explicado cómo van a afrontar la realidad de una economía que reclama personas extranjeras para poder crecer y que, por lo tanto, exige mecanismos acordados que regulen la llegada, la formación, la integración laboral y social de inmigrantes.
Me gustaría que una derecha responsable existiera. Una derecha que pensara en el país y no en sus mediocres intereses partidistas. Es esencial para regenerar la vida social y establecer cauces de diálogo que permitan salir del clima enrarecido que no nos deja respirar.
Una derecha moderna, capaz de poner en marcha políticas públicas, con recursos suficientes, que hagan posible afrontar los retos y solucionar los problemas a los que nos enfrentamos. En eso no somos muy distintos al resto de sociedades del planeta.
La lástima es que esa derecha, necesaria y deseable, ni está, ni se la espera. Como si no quisiera existir. Como si hubiera renunciado a existir.