La muerte del tirano

Desde la pequeña terraza de la casita de los guardeses se distinguía a lo lejos el Valle de los Caídos. Yo había nacido en una pequeña y vieja casa del pueblo, pero al poco mis padres se trasladaron a la finca cerca de la estación, donde mi madre había servido como criada interna, antes de casarse con un mozo del pueblo.

Era uno de los hotelitos de los veraneantes, lugares donde pasaban el verano algunas familias madrileñas con dinero y buena posición. Cuando se casó, la dueña de la finca contó con ella para cuidar el hotelito de verano y después de nacer yo, mis padres se convirtieron en los guardeses que mantenían en buen estado la finca, desde la atalaya de una pequeña casita.

Desde allí contemplaba, con asombro de niño, las estelas de los aviones en el cielo, las extrañas formas de las nubes, el reto de lo que me parecían inmensas montañas justo detrás de la finca, a las que aprendí a trepar abriéndome paso entre las pegajosas jaras y allá a lo lejos, aquella cruz, inaugurada por el Caudillo poco después de que yo naciera.

Aquella inmensa fosa común repleta de muertos de asco y fusilados, que diría Sabina. Y pese a ello, quienes hoy quieren demoler aquella cruz se me antojan tan herejes como los que pretendieran destruir las pirámides aztecas por muy regadas de sangre humana que se encuentren.

Mi padre, cantero como muchos de los hombres del pueblo, digno heredero de aquel que se alistó voluntario en las milicias del Quinto Regimiento, vivió durante muchos años del sueldo obtenido con aquellas piedras talladas para construir la pirámide del dictador.

Hasta la inmensa losa que tuvieron que remover para sacar al Generalísimo de su tumba, llevaba muchos años tallada por los canteros del pueblo,  olvidada en un almacén, desde mucho antes de la visita de la muerte. 50 años van a cumplirse de aquel entierro del hombre al que León Felipe describió en su famoso poema Loqueros… relojeros…

El sapo Iscariote y ladrón

en la silla del juez,

repartiendo castigos y premios

¡en nombre de Cristo,

con la efigie de Cristo

prendida en el pecho!…

Hace 50 años andaba yo embarcado en la mili. Mala hora aquella en la que se me ocurrió alistarme voluntario para quedarme en Madrid y no tener que hacer turismo guerrero por España. Podía así continuar mis estudios de magisterio. Ahí andaba yo, recién llegado del Centro de Instrucción de Reclutas al cuartel de automovilismo de Campamento.

Y en esas, se vinieron encima los últimos fusilamientos del tirano en Hoyo de Manzanares y la manifestación exaltada de adeptos y adictos al Régimen en la Plaza de Oriente. Por si fuera poco, una Marcha Verde en mitad del desierto, camino del Sahara, con sus salidas nocturnas de furgonetas del cuartel para, según se propagaba a través de Radio Macuto, recoger los féretros de los soldados que caían en los continuos enfrentamientos con el Frente Polisario.

Y el dictador muriéndose, remuriéndose, deshaciéndose a fuego lento en manos de su yerno, esperando a que el día de su final coincidiera con el de José Antonio Primo de Rivera. Continuos acuartelamientos, por lo que pudiera pasar, porque todo debía quedar atado y bien atado.

Acuartelamientos que volveríamos a vivir pocos meses más tarde, cuando se desencadenó la galerna de huelgas, como le gusta denominarla a Sartorius. Ese proceso desbocado de reivindicaciones obreras de principios del 76, exigiendo mejoras laborales, libertad sindical y política, amnistía para los presos sindicales y políticos. Aunque entonces además de acuartelados, fuimos obligados a conducir los autobuses y los trenes militarizados.

En las inmediaciones de aquel 20N recuerdo haber pasado cerca del Palacio de Oriente y ver las largas y enormes colas para despedir al Caudillo. Y haber recorrido las calles vacías de Villaverde con una guitarra al hombro, camino de algún lugar donde cantar, a escondidas por supuesto, aquel repertorio de himnos compuestos por los cantautores pensando en este momento.

Y haber montado, camino del Valle de los Caídos, en la fría caja trasera de un camión que transportaba la escalera por la cual habría de descender más tarde el féretro de aquel que mil años tardó en morirse, pero por fin la palmó. Fue un camión descapotable del cuartel el que condujo al dictador a su cueva, bajo sus mil quinientos kilos de granito. No, no fueron unos buenos comienzos los de aquella mili que me tocó, o me busqué, en suerte.

Han pasado 50 años, toda una vida. No sé otros, pero yo no podía imaginarme qué sería de nosotros después de aquello. Es cierto que a esta España no la reconoce ni la madre que la parió, que diría Alfonso Guerra. Vivimos hoy, por lo pronto, días de fastuosa memoria recuperada, tal vez para intentar convencernos de que aquello no volverá.

Junto a todo lo bueno acaecido desde entonces, es el momento de valorar todo lo malo, los errores, los caminos ciegos que a veces tomamos, las caras que salieron al tirar la moneda al aire, pero también las cruces que cayeron sobre el dorso de la mano.

A fin de cuentas la memoria no es un abuso extravagante, un lujo ocioso al que someternos de tarde en tarde, un disfrute sentimental y pasajero, sino el test que nos permite saber si hemos aprendido algo, o si, pese a todos los cambios aparentes, seguimos siendo los mismos despreciativos ignorantes de siempre.

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