11-M, el día que cambió España

Veinte años son nada, dice el precioso tango del inefable Carlos Gardel. 20 años transcurridos desde aquel 11 de Marzo que desencadenó la bruma que ha cubierto a España desde entonces. Es cierto que, como en el tango, han sido años de mirada febril, de sombras errantes, de esperanzas humildes, de olvidos que todo lo destruyen.

Aquel 11 de Marzo se desencadenó como el golpe certero de aquellos que nos habían convertido en objetivo de su terror desde el momento en que vieron a aquel personaje disparatado que ponía sus pies sobre la mesa, junto al presidente Bush, en aquel rancho tejano, en el que escenificaron el apoyo de España a los deseos imperiales.

Y aquella España, que había sido uno de los lugares del planeta donde el NO a la Guerra había sonado con más fuerza y había convocado las más impresionantes manifestaciones, se convirtió en el lugar donde los terribles Heraldos Negros de César Vallejo desencadenaron toda su furia.

Convertí aquellos versos en mi única manera de aceptar el dolor de aquel Madrid golpeado por la muerte, el que lloró lágrimas de lluvia caídas desde las mejillas de millones de mujeres y de hombres que inundaron las calles.

 

Hay golpes en la vida tan fuertes… ¡Yo no sé!

Golpes como del odio de Dios, como si ante ellos,

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

 

Son pocos, pero son… Abren zanjas oscuras

en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.

Serán tal vez los potros de los bárbaros atilas;

o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

 

Aquel golpe, acompañado por las mentiras del gobierno, dio lugar a la reacción de un pueblo que dio rienda suelta en las urnas a la voluntad de acabar con el chapapote, dar expresión política al No a la Guerra, finiquitar aquello que, en su último aliento el imponente y lúcido Manuel Vázquez Montalbán acertó a titular, La Aznaridad. Por el imperio hacia Dios, o por Dios hacia el imperio.

Hasta aquellos días habíamos recorrido la irrepetible Transición Española, la incorporación a Europa, la entrada a traición en la OTAN, la reconversión industrial, el Felipismo y el Aznarismo, como expresiones seculares de aquel turno de partidos que caracterizó la Restauración borbónica.

El 11-M fue la puesta en escena de un nuevo tipo de terrorismo llamado a desplazar los fenómenos terroristas que habíamos conocido hasta el momento. No sólo el IRA, o ETA, sino las Brigadas Rojas, o la Baader Meinhoff y hasta los Panteras negras, serían incapaces de afrontar la brutalidad y la barbarie de golpes como los ejecutados el 11-S de 2001 en las Torres Gemelas de Nueva York, el 11-M de 2004 en Madrid,  el 7 de julio de 2005 en Londres, el 7 de enero de 2015 contra el semanario satírico Charlie Hebdo, el 13-N de 2015 en la Sala Bataclan y en otros lugares de París, o el 22 de marzo de 2016 en Bruselas.

Atentados en nuestras calles que son, sin embargo, una parte mínima de los cientos de golpes que sufren países musulmanes en los que mercadillos, mezquitas, universidades, se convierten en objetivos de grupos que persiguen causar el mayor daño posible a creyentes de su propia religión, pero de corrientes distintas, ya sean suníes, chiíes, sufíes, o cualquiera otra.

El 11-M nos obligó a situarnos ante un mundo de confrontaciones, en el que la seguridad no existe, ni nadie se encuentra a salvo. La confrontación de la guerra fría generó apoyos y alianzas que pretendían justificarse en el aforismo que propone que los enemigos de mis enemigos son mis amigos. Así se gestaron los apoyos imperiales al islamismo que se enfrentaba a la Unión Soviética en Afganistán.

Cayó el muro y pronto comprobamos que las nuevas contradicciones eran aún más graves y que nos situaban en un mundo en conflicto permanente, conflicto sin capacidad de mediación, ni de acuerdo, violento y en cualquier lugar del planeta. Libia, Siria, Ucrania, Palestina, Somalia, Sudán, Etiopía, el Magreb al completo, Kurdistán, Nagorno Karabaj, entre Azerbaiyán y Armenia y tantos otros que se han convertido en conflictos locales en los que se dirimen intereses globales.

En lo interno, el 11-M situó a la derecha española en la punta de lanza de la ofensiva ultraconservadora. Ya dieron muestras de mal perder cuando un golpe de mano, un golpe de estado local, el Tamayazo, dio al traste con la voluntad popular expresada en las elecciones madrileñas celebradas el 25 de mayo de 2003.

De aquellos polvos nacieron los lodos de un gobierno Aguirrista que no ha dejado de dar muestras de promover grandes negocios amañados en sanidad, urbanismo, educación, ciudades de la justicia y hasta en la compra de mascarillas.

En su conjunto, la derecha nacional, a partir del 11-M y de las mentiras que dieron lugar a la pérdida del gobierno, se ha enrocado en las teorías de la conspiración, en las acusaciones de ilegalidad e ilegitimidad de cualquier gobierno que no sea el suyo, en la negación permanente a buscar algún punto de acuerdo.

Han sustituido el diálogo por la confrontación, la moderación por el insulto, la explicación por el vocerío callejero, las convicciones por la propaganda, la superchería, la argucia, el enredo y la intriga permanente. Se han convertido, a lo largo de estos 20 años, en la punta de lanza de esa derecha ultramontana que ha comenzado a campar por el mundo y que se asoma a la caverna de las peores formas, los peores instintos y las prácticas menos igualitarias, más sectarias, más segregadoras y negacionistas de cualquier pensamiento sensato.

Veinte años son nada, pero han sido suficientes, tras el terrorismo, la crisis global que comenzó en el 2008, la pandemia, la globalización, el cambio climático y las guerras que no han cesado y nos siguen golpeando, para hacernos entender que aquel día, aquel 11-M, cambió España, al igual que el 11-S cambió el mundo y nos obliga a repensarnos, si aún es posible, si podemos sobrevivir  y en qué condiciones podemos afrontar estos retos.

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