Han tardado muchos años en hacer realidad el sueño del constructor de torres. Han pasado muchos años, pero ahí están instaladas las tumbonas, las sombrillas, servidos los cócteles junto a las olas, abiertos los chiringuitos playeros, llenas las terrazas de mesas atestadas de turistas.
Al final, después de tantos siglos de trasiego de filisteos, mercenarios en la frontera al servicio de los faraones egipcios, tras el advenimiento oportunista de los israelitas, la invasión de los asirios, duramente combatidos en Gaza y en Rafah. Y de nuevo los egipcios y más tarde los babilonios y tras ellos los persas.
Al rebufo de sus inquinas con los persas terminó apareciendo el macedonio rey de los griegos, Alejandro Magno, quien tomó Gaza a sangre y fuego para desmoralizar a los resistentes. Tras los griegos llegaron los romanos, con un entreacto de macabeos y amoneos. Romanos de Oriente, llegaron los bizantinos que acabaron dejando paso a los árabes, a los reinos cruzados de Jerusalem, a los otomanos y a los británicos traídos por Lawrence de Arabia, que terminaron tolerando el desembarco masivo de israelíes.
Tierra de conflicto permanente. Tierra de confrontación infinita. Tierra de las tres religiones, de los pueblos del Libro, que en lugar de convivir, se dedicaron a despedazarse mutuamente durante siglos, dilapidando cuanto les fue revelado.
Hasta que el señor de las bestias decidió que, tras el genocidio, la Paz retornase a esa tierra en forma de negocio infinito, de dinero desbordado… un gran resort turístico. Allí están ahora las nuevas torres, los grandes hoteles, los inmensos complejos, los fabulosos casinos.
Nuevos empleos, nuevos comercios, concesionarios, supermercados, grandes superficies, tiendas de ropa, tiendas de joyas y baratijas, suministros, reparaciones. Quien se va a negar a tal despliegue de inversiones, a tal riada de recursos.
Ahí están desplegadas las tumbonas, abiertas las sombrillas, servidos los cócteles junto a las olas, abiertos los chiringuitos playeros, llenas las terrazas de mesas atestadas de turistas venidos de los cuatro costados del mundo, empeñados en disfrutar del sol y de la playa en un lugar donde hasta hace bien poco morían por miles, por decenas de miles. Por millones, a lo largo de su sangrienta historia.
Todo estaría bien. Todos estarían satisfechos. Todos disfrutarían en mayor o menor medida de los repartos desiguales de las cuantiosas inversiones desplegadas, si no fuera porque el olor intenso a incendio y muerte no ha desaparecido.
Si no fuera porque bajo la arena de la playa, bajo los cimientos de cada torre, bajo los grandes hoteles, bajo los inmensos complejos y los fabulosos casinos, se encuentra aún la sangre de los cuerpos, las manos, los pies, de miles de mujeres, hombres, niñas, niños.
Si no fuera porque, cuando menos lo esperan, las miradas se cruzan con las de aquellos ancianos silenciosos, aquellas abuelas tristes, que fueron perdiendo a toda su descendencia bomba a bomba, bala a bala, desidia a desidia, abandono tras abandono.
En Madrid sabemos de estas cosas, abandonados como fuimos cuando los gabachos tomaron la ciudad y arrasaron calles, plazas, tejados. Y de nuevo cuando la Legión Cóndor de los nazis, la Aviazione Legionaria de los fascios y la artillería franquista desencadenaron un interminable reguero de bombas, durante tres años, sobre Madrid.
Sabemos de estas cosas. Del miedo sin tregua. Del dolor amasado con sangre. Y sabemos que no hay negocio que pueda soterrar para siempre la memoria, los recuerdos, el olor a bombas y muerte. Que no hay desidia, olvido, abandono, que impida que las manos sigan desenterrando cadáveres, que los ojos sigan llorando a los ausentes, que los pies de los desaparecidos sigan transitando las calles.
Los amantes de la muerte y del negocio sabrán lo que hacen. La injusticia y la muerte producen dinero, pero nunca traen la Paz.