Al principio era aquel niño de vientre hinchado en brazos de su madre en Etiopía. Y, un momento después, era aquella niña que huía abrasada por napalm en un camino vietnamita. Fui también un bebé en un hospicio de la Rumanía de Ceaucescu y, otra vez, una niña secuestrada por los milicos argentinos y entregada a una familia de militares uruguayos, o paraguayos, ya no lo recuerdo bien. Pero también he sido niño palestino acribillado por la metralla de una bomba israelí. Y dos niñas más. La primera de ellas, vio como su padre acababa con la vida de su madre en un pueblo de España. La segunda, fue secuestrada en Nigeria, sometida a la ablación y casada con un viejo señor de la guerra. También era el niño que, entre miles de niños, reciclaba cientos de toneladas de basura en un vertedero brasileño.
Luego crecí y fui aquellos dos jóvenes en llamas en la Plaza Wenceslao, mientras los tanques soviéticos ocupaban Praga. Pero antes fui joven manifestante en París y en Berlín. Y, como no, en Washington, contra la guerra de Vietnam. Fui un joven poeta fusilado en un barranco de Granada, una noche de agosto, antes de ver un nuevo amanecer. Y el joven cantautor con las manos mutiladas y asesinado en el Estadio Nacional de Santiago de Chile. Y la joven aplastada por una excavadora en la franja de Gaza, al intentar impedir la demolición de una vivienda palestina. Y aquel otro joven ante los tanques del ejército popular en la Plaza Tiananmen.
Pero el tiempo no pasa en balde y con esos antecedentes, estaba cantado y hasta se podía leer en las estrellas, que si me daba por volver a nacer en España, terminaría siendo un abogado en Atocha, o un sindicalista en Carabanchel. O tal vez, una de las despedidas en un ERE de Coca-Cola. Una ahogada en el naufragio de una patera. Un padre sin trabajo. Una madre sola y con hijos, también sin trabajo y, para más INRI, desahuciada.
Pero cuando me ha dado por nacer por esos mundos de Dios, Alá, Yahvé, Jehová, o como quiera que se llame (que hasta por estas cuestiones nominalistas se puede liar parda), tampoco me ha ido mejor. Me han torturado, encarcelado y baleado en prisiones chinas, en los gulag soviéticos, en Guantánamo, en las selvas del Amazonas y en las del Congo. En Sudáfrica, en Israel y en Siria. Cuando llegan victoriosos los partidarios de cada dios, o las facciones, fracciones y fracturas de cada modalidad divina (incluidas las del dios dinero), siempre me han pillado en medio. A mí, a mis hijos e hijas, a mi mujer y a mis mayores, a mis amigos.
Si alguna vez he conseguido llegar a viejo, me hube de morir en Isla Negra, de pura tristeza, tras el golpe militar contra mi compañero Presidente. Otras veces he muerto solo, en una vieja casa, después de que los míos hubieran partido lejos, buscando una vida mejor. He cuidado a mis hijos, mis nietos y, no pocas veces, a mis bisnietos. A otros viejos, a discapacitados, a los hijos abandonados por otros, a los hijos que han perdido a sus padres. Siempre que he llagado a estas edades, he terminado comprendiendo que nací para sufrir y que el sufrimiento es la vida. Me río de cuantos presumen que no han venido a esta vida para sufrir, porque no saben lo que es la vida. O, a lo peor, es que hay dos clases de vida y yo siempre he nacido en la equivocada.
Esta última vez dibujaba en el Charlie Hebdo. Nunca pretendí dibujar grandes Dioses, así con mayúsculas. Tan sólo caricaturas de dioses menores, de diosecillos compasivos, de dioses de la verdad, capaces de reír y de reírse de sí mismos. Dioses blancos, dioses negros, dioses mestizos, dioses que hablan con los seres humanos y les incitan a reír. Nunca quise humillar a nadie. Pero alguien se lo ha tomado muy a mal y ha decidido matarme a tiros. Ya ves tú, a mí que siempre he recriminado, a las gentes del país en el que vivo, que sólo se hable de los musulmanes cuando se lían a tiros. Sin molestarse por acercarse a su cultura, sus maneras, sus formas de entender la vida. La misma vida que hoy me es arrebatada.
Y este mismo día, para una vez que se me ocurre ser policía, e intentar poner un poco de paz en mi país, desangrado por señores de la guerra, fracciones religiosas, e intereses extranjeros. Este mismo día, aquí en la capital, en Saná, una bomba acaba conmigo y con otros 36, en las puertas de la misma academia en la que nos íbamos a formar.
Muchos van a pensar que no tengo arreglo. Otros pensarán que no tengo patria. Pero, al menos unos pocos habrán entendido que, a estas alturas de la vida, en este renacer continuo, aquí y allá, mi única patria son los que sufren y mis extranjeros los que nos hacen sufrir. Algunos habrán entendido que, después de tanto nacer, crecer y morir y aunque ya no me queden ni fuerzas para reír, la risa no me la van a quitar. Porque esta risa mía es compasión en estado puro. Me lo enseñó Cortázar, allá en París… Y así uno puede reírse, y creer que no esta hablando en serio, pero sí se está hablando en serio, la risa ella sola ha cavado mas túneles útiles que todas las lágrimas de la tierra, aunque mal les sepa a los cogotudos empecinados…
Francisco Javier López Martín