Miles de vehículos recorren cada día la ciudad. Días que a veces se prolongan durante semanas, en los que el ambiente es insoportable. Dicen que es cosa de la inversión térmica que forma una capa de aire frío sobre las calles heladas y que impide la circulación, el movimiento, el arrastre de las partículas suspendidas, el polvo, el humo. Se agravan las dolencias, aumentan las muertes. Luego dicen que si la abuela fuma. Aparecen nuevas dolencias, epidemias, enfermedades crónicas, que dan mucho trabajo a los boticarios.
Una boina gris, marrón, cada vez más oscura, se forma sobre la ciudad. Es invierno. Los humos de las chimeneas de empresas industriales y calefacciones, los olores que brotan de las alcantarillas, o que llegan desde las plantas incineradoras de basura, lo llenan todo. Hedor, asfixia. Comienzan a reciclarse los residuos. Van siendo trasladados de un lugar a otro. Muchos acaban en un mar que, harto de invasiones indeseables, los devuelve a tierra violentamente, o crea nuevos territorios, islas y pequeños continentes.
Las crisis, en un mundo de comercio internacional desenfrenado y dependencia energética desaforada, produce hambrunas, regímenes dictatoriales, tortura, cárcel, enfermedad, conflictos, desempleo, guerras, desaparición de los horizontes de futuro, desplazamientos de población en forma de emigrantes y refugiados que huyen de la muerte, que buscan la supervivencia en la gran ciudad, por contaminada que se encuentre.
Los hay de todos los colores, de todos los países, de cualquier creencia religiosa y convicción ideológica. Cambian la muerte segura por la explotación cierta. Llegan desolados, rescatados de los mares, muertos de frío, húmedos de miedo, hundidos en sí mismos, dispuestos a dormir en las calles, a ser engullidos por los barrios más miserables, hacinados en viviendas destartaladas de alquiler impagable y a aceptar trabajos que nadie quisiera para sí mismo, o para sus hijos, piden limosna a la puerta del supermercado, venden por las calles. Luego dicen que el pescado es caro. Mejor de pedir que de robar, decían hace muchos, muchos, años en mi barrio.
Al principio, ricos y pobres convivían en las mismas calles. Los ricos en las primeras plantas nobles, los pobres en el minúsculo ático sin ascensor. Pero ya no, una muralla invisible se alza entre el Norte y el Sur de la ciudad. Los edificios financieros, las viviendas de lujo en los ensanches del Norte. Espacios vigilados, vallados, con sus piscinas, sus pistas, jardines, gimnasios.
Los demás en el Sud End, el Extremo Sur. Apelotonados, en urbanizaciones atestadas, viajando en transportes abarrotados que transitan por vías congestionadas. Salen de sus casas en una oscuridad diurna y vuelven a ellas bajo una niebla alta. Los salarios que ganan son gastados, en días de descanso, paseando por las tiendas, mercadillos y mercados dispuestos para su asueto y gozoso consumo.
Así era el Londres de mediados de siglo XIX. Tan sólo he tenido que cambiar el East End londinense por nuestro Sud End madrileño. Hasta los empleos miserables de los estibadores del Támesis no tendrían nada que envidiar a los riders on the storm, los legendarios jinetes en la tormenta, o las kellys, que no es un término inglés, sino la abreviatura juguetona de las que limpian las habitaciones de hotel, por cuatro perras y jugándose la salud.
-En esta casa nacemos. En este mundo somos arrojados. Un perro sin hueso. Un actor solitario. Jinetes en la tormenta.
Magnífica la canción de los Doors.
Trabajo para consumir, consumo para vivir. Algo así lo resume todo. Se asemeja terriblemente a la conocida frase de Marx, el de los hermanos, el llamado Groucho,
-He hecho cosas horribles por dinero, como despertarme temprano para ir a trabajar.
Cambias una moto por un cochecito, el cochecito por un coche imponente que nos define en cuanto quisiéramos ser, muy por encima de lo que somos. La espiral infinita del consumo. Queremos vivir como ricos y como nosotros quieren vivir cuantos, contados por millares de millones, nos ven vía satélite desde el más ardiente desierto, la jungla más frondosa, el campamento de refugiados más miserable, las chabolas, las favelas, las barracas, los cinturones de miseria que rodean las ciudades.
Y en esto, Cumbre del Clima, aquí mismo, en Madrid. Tenía que haber sido en Chile, pero se ha liado gorda por allí a cuenta de los abusos cometidos durante décadas por el libre mercado y el ultraliberalismo. La crisis es social porque antes fue crisis financiera, económica, laboral, política, medioambiental.
De momento andamos preocupados por el clima y sus cambios, producidos por un sistema económico insostenible. Lo sabíamos desde que lo dijo un tal Karl Marx,
-El capitalismo tiende a destruir sus dos fuentes de riqueza: la naturaleza y el ser humano.
Por la pasarela del COP25 vemos pasar a los banqueros, las eléctricas y petroleras, las empresas tecnológicas. Están dando toda una muestra de sensibilidad social, de capacidad de adaptación a los tiempos. Despliegan un esfuerzo ingente para convencer a los habitantes del planeta de que somos los responsables del desmadre y tenemos la obligación de pagar, precisamente a ellos, los platos rotos.
Mientras tanto, Estados Unidos, Rusia, o China, los que precisamente más contaminan, andan desaparecidos, mandan emisarios de segundo nivel, toman nota y siguen a lo suyo, al lío, al negocio, a lo que haya que hacer para mantener a los afortunados del planeta fuera de control.
En la televisión un anuncio navideño nos cuenta la maravillosa vida de una repartidora de Amazon. Las alegrías que siembra en tantas personas con sus infinitos repartos. Montones de cajas sonrientes, felices, navideñas. La alegría de sus hijos cuando vuelve a casa. La mentira pagada no se convierte en verdad, pero puede parecerlo.
-El proceso de Destrucción Creadora es el hecho esencial del capitalismo,
anunció Schumpeter hace ya casi 80 años. Algunos se lo tomaron muy en serio, convirtieron el planeta en su proyecto personal de negocio y, al menos en lo que a destrucción se refiere, van camino de conseguirlo.