Madrid, la política desnortada

Debe ser duro haber llegado a ser comunidad autónoma y capital constitucional por exclusión. Nadie quería arrejuntarse con Madrid para formar comunidad. Es explicable, porque dos realidades muy distintas no encajan fácilmente y Castilla-La Mancha y aún menos Castilla y León, con territorios tan inmensos y despoblados, no vieron con buenos ojos formar pareja con un enano, pero muy cabezón, como Madrid.

En un espacio estepario como el de la meseta, hubo un primer momento democrático en el que la izquierda supo representar a un Madrid inquieto joven, moderno y ansioso de libertad. Allí estaba un profesor viejo acercándose a los jóvenes de la movida. Madrid quería vivir intensamente la desconocida sociedad que se avecinaba.

Los nuevos socialistas, organizados en el PSOE, supieron atraerse al viejo universitario y disidente que encabezaba el fracasado Partido Socialista Popular y que terminó aceptando disolver su partido y encabezar las listas para la alcaldía madrileña bajo otro paraguas socialista. Eran las primeras elecciones municipales democráticas de 1979.

Ganaron las elecciones, pero necesitaron el apoyo de los nueve concejales del PCE, con los que sumaron 34 concejales, frente a los 25 de la Unión de Centro Democrático (UCD). Allí se encontraban concejales como Eduardo Mangada, Cristina Almeida, o Joaquín Leguina, que protagonizaron las primeras grandes transformaciones que condujeron a la remodelación de barrios, construcción de vivienda pública, erradicación del chabolismo y a contar con dotaciones culturales, sociales, educativas, deportivas y recreativas cercanas a la ciudadanía.

Fue aquella una experiencia ilusionante, que permitió que el primer gobierno autonómico de Madrid, en 1983, contara con una mayoría absoluta socialista. Más tarde gobernarían con apoyo del CDS, heredero de la UCD y después con el de Izquierda unida (IU), la fuerza política nacida del PCE tras la debacle electoral comunista del 82, tras las escisiones y fracturas que siguieron a continuación y la posterior confluencia de fuerzas políticas y sociales que se opusieron al ingreso de España en la OTAN.

Sea como fuere, la mayoría de izquierdas perdió el Ayuntamiento de Madrid en una moción de censura, allá por 1989., lo cual dio lugar a un breve gobierno municipal de la derecha, presidido por el CDS, que vendió caro su apoyo a la moción que desbancó al socialista Juan Barranco de la alcaldía, imponiendo a Rodríguez Sahagún como alcalde.

Un triunfo efímero y transitorio teniendo en cuenta que dos años después las elecciones de 1991 dieron el triunfo absoluto al PP. Salvo el paréntesis del gobierno de Carmena, entre 2015 y 2019 (alguien tendrá que valorar algún día lo efímero de tal experiencia), la derecha ha gobernado el Ayuntamiento de la capital durante 32 años.

La Comunidad, que había comenzado su andadura en  1983, con una mayoría de voto de la izquierda muy cercano al 60 por ciento, se terminó perdiendo en 1995, anticipando como siempre, hasta entonces, los cambios nacionales.

Efectivamente el PP terminó ganando el gobierno de España en 1996, gracias al apoyo que obtuvo de los nacionalistas catalanes de Convergencia i Unió, los nacionalistas vascos del PNV y los nacionalistas canarios de Coalición Canaria.

Desde entonces y durante 30 años la derecha ha gobernado la Comunidad de Madrid.

Ha pasado mucho tiempo. Ni la derecha ni la izquierda son ya aquella derecha y aquella izquierda. En realidad ya nada es lo que era. La política en Madrid se ha desnortado. Qué tienen que ver el indescriptible Tierno Galván, el voluntarioso Álvarez del Manzano, o aquel alcalde ambicioso y arriesgado llamado Ruiz-Gallardón, con la anodina Ana Botella, o el prescindible y caricaturesco Martínez-Almeida.

Qué tienen que ver el socialista clásico de los primeros tiempos llamado Leguina y su sucesor, de nuevo Ruiz-Gallardón, tan de derechas, tan democrático, tan respetuoso de las formas, con  la retahíla de oportunistas, nacidos de la rancia escuela charquera de Aguirre. Un pelotón  que no puede ser definido como derecha, sino como un auténtico ejemplo, modelo y paradigma de una clase político-empresarial aferrada a los privilegios y hacedora de negocios muchos, variados, exclusivos y altamente rentables.

No tengo confianza alguna en que de esta derecha madrileña pueda salir nada bueno, más allá de intentar seguir, justificar y aplaudir maniobras nacionales e internacionales como la que representa el trumpismo. Ya me gustaría entrever una nueva derecha social, amante de la justicia.

Pero tampoco espero nada bueno de una izquierda que ha perdido ya demasiadas oportunidades para plantar cara a las mentiras sistemáticas, el populismo descarado y el rancio nacionalismo cutre y chabacano. Cada nueva intentona de liderazgo se desgasta más rápido que la anterior y no genera organización, ni confianza alguna.

Juan Lobato ya había dado muestras de agotamiento, pero su destitución por el aparato de Moncloa, sin agradecimiento alguno, condenado al ostracismo, no aporta nuevas formas, ni mejores maneras, ni aventura grandes resultados electorales, salvo que el absurdo desgaste de SUMAR  y su cainismo recíproco con Podemos, acabe en un trasvase de votos al PSOE, que produzca una ilusoria sensación de crecimiento partidario, eso sí, en el marco de una nueva derrota general frente a la derecha.

La izquierda madrileña lleva demasiados años instalada en la incapacidad de dar respuestas a las demandas de la ciudadanía madrileña y, cuando esas respuestas consiguen traducirse en propuestas, brota la imposibilidad de explicar, dialogar, convencer y generar ilusión en una población que ha vivido la crisis del 2008, la torpeza de la nueva política y el golpe de una pandemia que nos ha enseñado a vivir con miedo y a morir en silencio.

Si la izquierda, o lo que queda de ella, quiere gobernar Madrid va a tener que hacer mucho más que maniobras orquestales ocurrentes, requiebros de aparato, anuncios populistas de los que ya nadie se fía, para aplicarse a conocer los miedos, las demandas y las necesidades de nuestro pueblo. Para unir y crear esperanza y voluntad de cambio, desde la diversidad de intereses que nos habitan.

No es nada fácil, pero es lo que toca.

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