Méjico lindo y querido

Nada que objetar contra los mexicanos que se lanzaron a la pelea contra las dictaduras de Porfirio Díaz y Victoriano Huerta. Admiración por mexicanos como Benito Juárez, Francisco Madero, Pancho Villa, o Emiliano Zapata, que siendo hijos de su tiempo se jugaron la vida y la perdieron para abrir camino a una vida mejor. No eran perfectos, pero intentaron que los suyos tuvieran algo para vivir.

Gratitud para aquel amigo de los españoles que habían perdido la Guerra Civil, el Presidente Lázaro Cárdenas que abrió las puertas para que los vencidos desembarcaran en México. Primero los niños de la guerra y luego un buen número de mujeres y hombres intelectuales, escritores, poetas, cineastas, filósofos, científicos, como María Zambrano, Luis Cernuda, León Felipe, Max Aub, Luis Buñuel, Ramón J. Sender, Remedios Varo, Rodolfo Halffter, José Bergamín, Juan Larrea. Científicos metidos en política como José Giral, o Juan Negrín, profesor del luego premio Nobel, Severo Ochoa.

Sólo son unos pocos de una lista interminable que enriqueció la ciencia, la cultura, la universidad de todo un país. Los primeros 600 llegaron a bordo del buque Sinaia. Los primeros de los más de 25.000 que fueron desembarcando después.

Cómo olvidar que durante 30 años México se negó a reconocer la dictadura franquista y que hasta el final de esa etapa negra, algunos españoles como Serrat, o Víctor Manuel y Ana Belén encontraron refugio para evitar la persecución franquista.

Nada contra México. Nada contra los mexicanos. Nada contra los aztecas, ni contra todos los pueblos indígenas que, hartos de ellos, se aliaron con los pocos españoles que aparecieron por allí un buen día y comenzaron a marchar hacia la capital Tenochtitlán.

Dicho lo cual, no conviene olvidar la aparición de numerosos estudios recientes, ensayos individuales o colectivos, novelas, en los que sus autores, hombres y mujeres procedentes de las universidades, el periodismo, la literatura, enfrentan la idea de encontrase ante un Estado Fallido.

Un México en el que el gobierno no controla nada, mientras el crimen organizado hace y deshace a su antojo. Ordena y manda, extorsiona, chantajea, decide sobre lo público y lo privado, sobre la vida y la muerte, sobre el día a día de las instituciones.

La desaparición de 43 estudiantes en el Estado de Guerrero, hace ya 10 años, allá septiembre de 2014,  es el más brutal y abultado de cuantos se producen todos los meses en algún lugar del país y que producen cuatro, seis, once muertos, frecuentemente jóvenes.

Asesinatos, desapariciones, calificados como crímenes de Estado. López Obrador prometió, cuando llegó a la presidencia, acabar con esta lacra y limpiar las instituciones. Su mandato acaba ahora entre los reproches de los familiares de todos esos jóvenes que siguen sin haber avanzado en el conocimiento del destino de sus hijos.

En los años del mandato de López Obrador han muerto asesinados unos 40.000 jóvenes. Imaginemos esos datos en cualquier país no sólo europeo, sino latinoamericano. Y hablamos tan sólo de jóvenes muertos a causa de las drogas, la violencia. Tan sólo en 2021 se produjeron cerca de 25.000 heridos por arma de fuego, o armas punzantes.

No hay nada mejor que tapar toda esta miseria recurriendo al viejo recurso del colonialismo. Para cerrar su mandato López Obrador ha decidido exigir que España y sus españoles, pidan perdón por haber conquistado el imperio azteca hace 500 años.

Ocurre que ese señor, como yo, lleva el apellido López. Algo en nuestro lejano pasado nos une. Su abuelo, exiliado por cierto, con más suerte que el mío, procedía de Cantabria y su abuela de Asturias. Sus otros abuelos eran de origen indígena y africano.

La nueva presidenta, que se reivindica fiel seguidora de López Obrador, lleva el apellido Sheinbaum y parece tener sus orígenes familiares entre judíos de Lituania y de Bulgaria. Se ha sumado de manera ferviente a la proclama de que España pida perdón.

No sé lo que harán Sánchez, la izquierda más allá del sanchismo, o la recalcitrante derecha. Yo por mi parte, no voy a pedir perdón, por razones obvias. Algunos antepasados de muchos López Obrador decidieron un día embarcarse en la aventura de las Indias. Unos murieron, otros se quedaron varados y otros volvieron ricos. Muchos mataron indios y se casaron con indias, o con colonizadoras primigenias.

Pero mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos, mis tatarabuelos, fueron de aquellos que no se fueron. Siguieron aquí, siendo canteros, pastores, segadores, en tierras de Castilla. Por lo demás, milicianos bien rojos. Por eso y aunque nadie puede acusarme de monárquico, yo no pediré perdón por aquello que ninguno de los míos hizo por aquellas tierras.

Las cuentas que tengan pendientes gentes como López Obrador y sus antepasados con los indígenas mexicanos, tal vez deberían comenzar a pagarlas, sin meterme a mí, ni a los míos, por medio. Está feo, aunque dé buen resultado electoral, eso de echar la culpa al extranjero, al distinto, al de otras tierras, de los desmanes, los abusos y hasta los crímenes cometidos bajo el paraguas del Estado mexicano contra sus ciudadanos.

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