Por un mejor 2025

Ha terminado el año 2024. Obvio. El año en que han continuado las guerras en Palestina, Ucrania, o en Siria por otros cauces. Guerras ya conocidas, informadas, documentadas. Y las guerras en Sudán, Yemen, Myanmar, o del Congo. Bastante menos conocidas. O esas guerras larvadas en forma de violencia constante, permanente, en los países del Sahel, México, o aquellas otros que golpean a los indígenas latinoamericanos.

El año en el que el libertario Camus cumplió 111 años, en el que la Revolución de los claveles cumplió 50 y en el que, también hace 50, fue ejecutado sumaria y militarmente, por el penoso procedimiento del garrote vil, el también anarquista Puig Antich. El año en que conmemoramos que hace 100 años era publicada la versión definitiva de  Luces de Bohemia.

El año de la Dana del siglo en España. Año de desencuentros, de imposible gobernabilidad, de estéril confrontación entre quienes han convertido el poder, su conquista, o su mantenimiento, en único objetivo de la política. Tal vez como reacción a los largos periodos anteriores de acuerdo y consenso, que se rompieron en 2004, con los atentados islamistas en los trenes que viajaban camino de Atocha.

Desencuentro, confrontación, crispación que puede tener que ver también con las modas políticas internacionales, o aún más que ver con el declive definitivo del imperio estadounidense y la aparición de nuevos polos de crecimiento y búsqueda de hegemonía.

O que pueden que ver también con la aparición de nuevas realidades derivadas del fracaso del sistema financiero en crisis como la de 2008, de la incapacidad para hacer frente a una pandemia como la del coronavirus, que se ha llevado por delante a demasiadas personas ante la incapacidad de los gobiernos, de la acción pública, o privada, para contener desastres como los 7291 muertos en las residencias de personas mayores en Madrid.

Vivimos con asombro la incapacidad de las naciones del mundo para contener el cambio climático. Hay quienes peroran que simplemente no existe. Otros que niegan que sea efecto de la acción de los seres humanos. Otros que no están dispuestos a perder un ápice de su tren de vida para contener el desastre.

Cumbre tras cumbre mundial, los países del planeta aplazan, retrasan, dejan sin efecto, muchos de los objetivos pactados con anterioridad. Mientras tanto, las guerras y los desastre climáticos expulsan a cada vez más personas de sus lugares de origen hacia aquellos países que parecen ofrecer algún futuro de empleo decente y vida digna.

Asistimos entre el asombro, la fascinación y el miedo, a los profundos cambios a los que nos somete el uso y el abuso de las nuevas tecnologías. A veces pensando en el bien común. Otras veces, para satisfacer las ambiciones de los magnates y de las grandes corporaciones.

Este escenario es complicado y difícilmente comprensible para nosotros. Esta situación provoca tensiones inevitables en nuestra convivencia cotidiana, en el devenir de la acción política, en la confrontación de intereses contrapuestos en las relaciones sociales.

Basta escuchar las conversaciones en un bar, asistir a la reunión de una comunidad de vecinos, escuchar una sesión plenaria en cualquier parlamento o pleno municipal, para comprobar que no va a ser nada fácil restituir unos niveles aceptables de escucha, de diálogo, acuerdo y hasta desacuerdo.

Es fácil creer, en nuestros ámbitos de la izquierda, que este tensionamiento, esta crispación imparable y estos niveles de desencuentro, proceden de las decisiones y la actuación de una derecha que ha perdido el Norte en manos de una ultraderecha neonazi, autoritaria y fascista. Es cómodo, pero no creo que sea realmente muy útil.

Conviene pensar qué comportamientos sectarios hemos dejado anidar en el seno de la izquierda. Qué hemos olvidado en el camino diario que recorremos. Dónde hemos dejado la ética de la acción que predicaban filósofos como Albert Camus. Aquella ética que cuida los medios y no sólo los fines.

Tal vez deberíamos darle una vuelta a la estructura de liderazgo de nuestras organizaciones, la desmemoria, el olvido de lo malo y de lo bueno. La soberbia que nos desliga de la vida cotidiana de las gentes. En qué momento dejamos de escuchar a aquel Valle-Inclán que dejó escrito en sus Luces de Bohemia,

-En España el talento no se premia. Se premia el robar y ser sinvergüenza.

En una España que hace exclamar a Max Estrella,

-La tragedia nuestra no es tragedia.

A lo cual responde su amigo Don Latino,

-¿Pues algo será!

Max sentencia,

-El esperpento.

No va a ser fácil, pero merecemos labrarnos otro futuro mejor, menos esperpéntico y desear que ese futuro comience en 2025.

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