Por fin parece que en el gobierno y en la oposición comienzan a preocuparse de algo más que prometer un número cada vez mayor de viviendas. Parece que las encuestas, esos sondeos que marcan las preocupaciones diarias de los políticos, dicen, hasta nueva orden, que el problema de la vivienda es prioritario para los españoles.
Es un lugar común en el análisis socioeconómico afirmar que España es el producto del ladrillo, más bien de la especulación inmobiliaria y del turismo. Tras la crisis de las hipotecas y pese a la pandemia, todo ha terminado por volver a su ser, como siempre fue. Al pelotazo inmobiliario, a la construcción desaforada de viviendas, a las subidas abusivas de los precios de la vivienda nueva y usada.
Eso sí, cada vez pagamos más viviendas al contado. Cada vez son más las personas extranjeras que compran un piso en nuestro país, especialmente en zonas turísticas. La vivienda en propiedad destinada a alquiler ofrece alta rentabilidad a los nacionales y extranjeros que prefieren invertir en vivienda, pues se gana mucho más que en bolsa.
Los precios crecen cada vez más aceleradamente y son más altos los precios en las zonas turísticas y las grandes ciudades. Los bancos vuelven a las hipotecas basura, aprobando préstamos de alto riesgo. Cada vez que crece el empleo invertimos más en vivienda. Si aumenta el paro, disminuye la inversión en vivienda.
Y mientras tanto, la vivienda de alquiler tampoco ha dejado de crecer, desde el momento de la crisis. Más del 24 por ciento de las viviendas ya son de alquiler, cuando ese porcentaje era del 20 por ciento en los comienzo de la crisis, allá por 2008. Los precios del alquiler no han hecho más que subir desde entonces.
De nuevo las subidas más alarmantes se producen en las grandes ciudades, en las zonas turísticas, entre las familias con menos rentas y entre los jóvenes. El alquiler social brilla por su ausencia y, en estos años, ayuntamientos como el de Madrid se han desprendido de sus viviendas de alquiler social a favor de fondos buitre que dan de comer a parásitos de buena familia y con buenos contactos convertidos en rentistas que viven del crecimiento desproporcionado de los precios de la vivienda.
Hay más viviendas de alquiler, pero esa oferta es incapaz de satisfacer la demanda creciente. El peso de las viviendas de alquiler social sigue siendo mucho más bajo que en el conjunto de países desarrollados de la OCDE. El 1´5% en España, frente al 34% de Países Bajos, el 23% en Dinamarca; el 17% en Reino Unido, o el 14% en Francia. Ocupamos, como en otros muchos casos, los últimos puestos.
Se están creando muchos hogares, mientras que el aumento de las viviendas nuevas es mucho menor. Crece la población, debido al aumento de los flujos de población inmigrante, crece el número de hogares. La percepción económica real es buena. Sube el empleo, suben los salarios, bajan los tipos de interés, vuelven a concederse créditos sin demasiados problemas. El resultado siempre es el mismo, los precios de la vivienda suben.
La realidad económica española es un círculo vicioso. Una fuerte demanda de vivienda. Escasez de suelo finalista. Subida de los costes de producción de viviendas. Abandono de las políticas de rehabilitación. Preferencia por usos de las viviendas de alquiler vacacional o de temporada. Desaparición de la iniciativa pública. Son algunos de los factores que conducen al aumento de los precios de la vivienda.
La crisis de la burbuja hipotecaria, en 2008, supuso el final de las políticas de vivienda, de los planes de vivienda, de las entidades financieras, como las cajas de ahorros, que invertían en vivienda con algún tipo de protección. Si en 2012 se producían más de 50.000 viviendas de protección oficial se mueven en torno a las 7.000 para toda España en estos momentos.
Cualquier trabajadora social puede contarte que muchos de los problemas sociales tienen su origen en la imposibilidad de acceder a una vivienda social, protegida. Nuestros políticos prometen, en momentos electorales miles, decenas de miles, centenares de miles de nuevas viviendas. Sobre el papel las leyes establecen ambiciosos objetivos en materia de vivienda.
El problema es que las promesas se ven siempre sometidas a la voluntad de los promotores inmobiliarios. Las promesas de más vivienda pública en propiedad o en alquiler no conllevan nunca compromisos ciertos de financiación. Ya no podemos esperar para que las declaraciones de buenas intenciones se hagan realidad.
Merecemos un derecho real a la vivienda, que no dependa de las encuestas y sus vertiginosos cambios. Necesitamos una política de gobierno y oposición que lo haga posible, desde el gobierno central al último ayuntamiento de nuestro país, pasando por unas Comunidades Autónomas que se preocupen de nuestros problemas y no de sus asuntos propios y personales.