Turismo por nuestro bien

Cuentan que la España que hoy conocemos es el resultado de la apuesta de los tecnócratas del franquismo, un colectivo que se nutría de efectivos procedentes fundamentalmente de una casta emergente llamada Opus Dei. La apuesta en cuestión consistió en desarrollar España a golpes de un dinero aportado por los emigrantes desde otros países de Europa y del mundo y de otro dinero que nos dejaban los cada vez más numerosos turistas extranjeros.

Durante los años 60 y comienzos de los 70 más de 7 millones de personas se movieron en España desde sus pueblos a las ciudades, en busca de oportunidades. Otros muchos, sin embargo, marcharon al extranjero, hasta el punto de que aún hay 3 millones de españoles viviendo en otros países, la mayoría de ellos en Argentina, seguida de Francia, o Estados Unidos.

En cuanto a los turistas, desde las celebraciones anuales del día del turista, o de la turista 1 millón en los años 60, hasta alcanzar los 82 millones de turistas actuales, han pasado muchos años, se han movido muchos dineros en ladrillo, ferralla, recalificaciones y operaciones de destrozo urbanístico en nuestras costas y en nuestras ciudades.

Así ha crecido España. Somos el resultado del dinero de nuestros emigrantes y su reinversión en turismo. No todo es tan simple, pero básicamente es lo que somos. Hasta el punto de que, tras el paréntesis obligado de la pandemia, que contuvo los desplazamientos masivos, hemos vuelto a la fiesta como si nada hubiera pasado.

Hoy los voceros del negocio turístico nos cuentan que en sólo un año el sector turístico ha crecido más de un 13 por ciento, que representa el 70 por ciento del crecimiento total de nuestra economía. El sector del alojamiento turístico, las agencias de viajes, el transporte de turistas, siguen siendo el motor de nuestro impulso económico actual. Los turistas extranjeros y nacionales siguen creciendo.

Buscar, captar y retener turistas se ha convertido en la tarea principal para cualquier tipo de administración. Cuantos más turistas mejor. Da igual que se trate de atraerlos con más luces de Navidad que nadie, con espectáculos veraniegos, festivales a pie de playa, juegos para niños, o para viejos, fiestas del turista, carreas populares, almuerzos y cenas populares, desfiles de piratas, moros y cristianos, o vikingos. Lo mismo da que me da lo mismo.

Nuestras ciudades costeras se han convertido en un remedo de playas de Normandía invadidas a las bravas, pero sin  sangre. Los militantes de los cruceros desayunan a bordo, ocupan las calles de las ciudades en las que atracan, realizan recorridos guiados, se llevan cuatro cachivaches y vuelven a su refugio marinero a festejar los botines, a cenar y a dormir.

Las playas donde los niños disfrutan de sus castillos de arena se convierten en campos de entrenamiento, con sus tirolinas, sus campitos de voley playa, sus juegos de agua para los niños, sus ejercicios de aquagym para los abuelos, para jóvenes que quieren exhibir músculos bien entrenados y habilidades adquiridas.

Y que no falte la música rap, trap, cunk, hip hop, electro, perreo, reggaeton y todo tipo de chunda-chunda que las animadoras, suelen ser animadoras, van pinchando sin clemencia alguna, sin descanso, sin tregua. Hasta la más pequeña playa tiene derecho a su fiesta del turista, a sus juegos de agua, a sus músicas invasivas y devastadoras. No es extraño que algunos escualos y no pocos niños y abuelos cuidadores, acaben aturullados, desconcertados, varados en cualquier playa.

Hasta el más pequeño pueblecito de interior, en una especie de redivivo Bienvenido Mister Marshall, intenta buscar el valor turístico de un auto sacramental, una cueva perdida, una fiesta estrambótica, un acontecimiento histórico descubierto en las actas de la iglesia local y hasta un auto de fe en el que ardieron incontables herejes. Si hace falta quemar a alguien cada año, aunque sea de forma figurada, pues se quema. El turismo lo quiere, el dinero lo quiere, como Dios lo quería anteriormente.

Imagino que hay otras maneras de entender el turismo, pero en España no es el caso. Queremos ser campeones de los números, de los dineros y del devaneo de millones de personas por nuestras calles, nuestras carreteras, nuestros cielos y nuestros campos.

Todos queremos convertirnos en gerentes de alojamiento turístico, carne de tostadora playera, seguidores de banderitas enarboladas por magníficos guías que nos cuenten secretos, misterios, escándalos, la prensa rosa de allende los siglos.

Además, lo hacen por nuestro bien. Lo hacen por nuestro desarrollo. Para que tengamos empleos. Lo hacen para que seamos felices. Nos piden comprensión y empatía ante sus iniciativas. Aquellos que comienzan a manifestarse, firmar proclamas, realizar actos de protesta y boicot para exigir un turismo menos agresivo, más amable, que propicie el encuentro de culturas y no la masacre de entornos naturales y urbanos, son tachados de anticuados, anclados en el pasado, primitivistas.

Pero no, lejos de ello va a resultar que aquellos que exigen poner límites y coto al desparramo turístico, son la avanzadilla del futuro, o al menos los que apuestan porque haya algún futuro, los que de verdad piensan en nuestro bien de hoy y de mañana.

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